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Por Fernando Clavero ()
La Habana.- El béisbol cubano amaneció de luto hoy. No es un luto cualquiera, de esos que se llevan con resignación; es ese que duele en el pecho, que resuena en el eco vacío de los estadios y se mezcla con el rumor del bate al conectar la pelota. Armando Capiró, uno de los grandes del pasatiempo nacional, ha emprendido su último viaje hacia home, cerrando sus ojos para siempre a los 77 años en la misma Habana que lo vio nacer y que lo aplaudió hasta quedarse ronca. Con él se va un pedazo de la memoria colectiva, una leyenda cuyos cuadrangulares aún resuenan en la conciencia de un pueblo que vive y respira béisbol.
Era marzo de 1948 cuando La Habana, vibrante y bullanguera, recibió al que estaría llamado a convertirse en uno de sus hijos más ilustres. Desde los callejones de su infancia, donde el bate era una extensión de sus brazos y la pelota un imán que atraía sus sueños, Capiró forjó un destino que terminaría escribiéndose con letras doradas en la historia del deporte nacional. No fue solo su elegancia innata al bate, esa mezcla de potencia y fineza que parecía desafiar las leyes de la física, ni su agilidad felina en el campo; fue la pasión que irradiaba, esa entrega total que convertía cada juego en una épica personal.
Vistió con orgullo la camiseta de los Industriales, ese equipo que es mucho más que un conjunto deportivo: es un símbolo identitario, un estandarte de la capital. Formó parte de esa generación dorada que hizo temblar los estadios, cuyos nombres se pronuncian con reverencia en cualquier esquina donde se hable de béisbol. Capiró era el jugador que todos querían ser: inteligente, estratégico, con ese don casi místico para conectar hits cuando más se necesitaban. En sus manos, el bate no era madera; era un instrumento de precisión, una varita mágica que dibujaba trayectorias imposibles.

Pero más allá del diamante, detrás del uniforme sudado y el casco que ocultaba su rostro concentrado, latía un hombre de principios inquebrantables. Humildad y respeto fueron sus banderas en un mundo donde el ego suele reinar. Nunca perdió esa conexión terrenal con sus raíces, con esa Cuba que amaba tanto como al béisbol. Su espíritu competitivo ardía como antorcha, pero siempre iluminaba, nunca quemaba. En sus ojos se leía el amor por el juego limpio, por la tradición que convierte este deporte en algo sagrado.
Su legado trasciende estadios y medallas. Capiró se convirtió en faro para nuevas generaciones, en ese mentor que susurraba secretos del juego a oídos ávidos de gloria. Sus consejos no eran simples técnicas deportivas; eran lecciones de vida, de entrega, de cómo vencer sin humillar y perder con dignidad. Muchos peloteros cubanos llevan hoy un poco de Armando en su estilo, en su forma de entender este deporte que es religión en la isla.
Ahora ha emprendido su última carrera entre bases, esa que todos debemos correr algún día. El diamante celestial lo recibe, mientras en la tierra su recuerdo perdura en cada juego que se inaugura, en cada niño que sueña con emular sus hazañas. Cuba entera llora su partida, pero también celebra haber sido testigo de grandeza auténtica. Que Dios te tenga en su memoria, Armando, porque en la nuestra ya tienes un trono eterno.
(Si tengo que quedarme con algo, me quedo con aquellas noches impresionantes en el Latino. Y con el recuerdo de las últmas veces que lo vi. Vendía cualquier cosa para sobrevivir. Vendía, no pedía. Y vendía, no se ponía de rodillas. No mendigó jamás)