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Por Max Astudillo ()

La Habana.- Alejandro Gil está muerto. Todavía respira, dicen, y en el tribunal de esta farsa que hoy comienza intentará mantener los ojos abiertos, pero es un hombre muerto. Lo lleva escrito en la piel que se le cae a pedazos, en el pelo que ha dejado en el suelo de la celda, en las cincuenta libras que se le han escurrido del cuerpo como si el miedo, un líquido corrosivo, le estuviera disolviendo los huesos desde dentro.

Su hermana, María Victoria Gil, aquella que presentaba ‘De la Gran Escena’, lo contó sin querer contarlo: habló de estrés, de una pérdida brutal de peso, de una calvicie repentina. Ella no dijo la palabra tortura, pero en Cuba hay palabras que no hacen falta decir. Se respiran. Se inhalan con el aire pesado de la madrugada y se exhalan en forma de silencio.

El cadáver de Alejandro Gil, sin embargo, aún se mueve. Lo sacarán a la luz estos días para un juicio a puertas cerradas, un teatro donde los actores ya saben el final del guion. Lo sentarán en una silla, le pondrán delante un vaso de agua que no se atreverá a beber, y unos hombres con uniforme o sin él dirán cosas que nadie escuchará.

La condena es lo de menos. Podrán darle treinta años o quince. Da igual. Lo que están haciendo es el trámite burocrático de la muerte, el papeleo necesario para cuando el cuerpo, al fin, decida cumplir con lo pactado y dejar de latir.

El mismo modus operandi de siempre

Es el modo de actuar de la tiranía. Una coreografía tan vieja como el miedo mismo. Primero te convierten en un traidor, luego en un número de expediente, después en un enfermo y, al final, en un párrafo breve en la página tres de Granma. José Abrantes, Diocles Torralbas… los nombres se suceden en un listado siniestro que todos conocen y nadie pronuncia.

Muchos de esos defenestrados, otrora hombres de los Castro, entraron en prisión con salud -incluso con salud de hierro, como en el caso Abrantes- y de cuya muerte se supo por un comunicado tan escueto como una losa. “Murió a consecuencia de un infarto”. El infarto es, en Cuba, la forma política de morir.

María Victoria Gil habló desde el desgarro de una hermana, no desde el análisis político. Dijo que había bajado cincuenta libras, que se le había caído el pelo, que tenía un estrés enorme. Lo que describió, sin saberlo, es el manual de la desaparición lenta.

No hace falta un arma, ni un verdugo con capucha. Basta con una celda, un interrogatorio que no cesa, una presión constante que convierte cada minuto en una eternidad de angustia. La tortura no siempre deja marcas visibles. A veces solo te deja tan delgado y tan frágil que un día cualquiera el corazón, simplemente, se rinde.

Los muertos no hablan

Y llegará ese día. Un día cualquiera, un jueves gris, tal vez, o un domingo por la mañana. Y en Granma, ese diario que es la voz amable del pánico, aparecerá una nota al margen, perdida entre consignas y cosechas récord. “Información a la población: Alejandro Gil murió en prisión tal día, como consecuencia de un infarto. Las autoridades de la prisión y los servicios médicos hicieron todo lo posible por salvarle la vida, pero fue imposible”.

Y la gente leerá la nota en voz baja, y asentirá, y doblará el periódico para usarlo luego, quizás, para envolver un pedazo de pan.

Lo que pase hoy, o desde hoy, en ese juicio es solo el montaje previo a su muerte. La condena legal es lo de menos. La condena real, la que ya está ejecutada, es la que se está cumpliendo en su cuerpo, libra a libra, mechón de pelo a mechón de pelo. Alejandro Gil es un hombre que mira desde el otro lado. Un muerto que aún, por inercia, parpadea.

Y su hija lo sabe. Por eso pidió un juicio público. Tal vez para que el pueblo escuchara alguna señal de arrepentimiento al final del camino. Pero será imposible. Eso de que los muertos hablan son solo historias inventadas por la televisión.

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