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El silencio del poder: el juicio secreto contra Alejandro Gil y la opacidad del Estado cubano

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Por Enrique Bell

La Habana.- El anuncio del juicio contra el exministro de Economía de Cuba, Alejandro Gil Fernández, marca un nuevo capítulo en la larga historia de procesos judiciales donde el secreto y la sospecha sustituyen a la transparencia.

Destituido en 2024 tras la tormenta política desatada por el aumento del precio del combustible, Gil enfrenta ahora acusaciones tan graves como imprecisas: espionaje, delitos económicos y daño a documentos oficiales. El Tribunal Supremo, en su escueto comunicado, informó que el proceso comenzará en La Habana, pero dejó claro que será a puertas cerradas. Ninguna prensa independiente, ningún observador extranjero, ningún ciudadano podrá asistir. En un país donde la información se administra como arma de control, ese silencio pesa más que cualquier sentencia.

El cargo de espionaje —que en la legislación cubana puede castigarse incluso con la muerte— suena desproporcionado frente al contexto político del caso. Gil no era un agente doble ni un infiltrado extranjero; era el rostro visible de una economía en crisis, el ministro que defendía públicamente un modelo agotado. Su caída fue abrupta: primero acusado de “errores graves”, luego convertido en símbolo de traición. Esa escalada retórica es un clásico de la política cubana: cuando el sistema necesita un culpable visible, lo fabrica. En este caso, la acusación de espionaje parece más una maniobra para borrar responsabilidades colectivas que un delito probado.

Resulta revelador que la Fiscalía General no haya identificado a los otros acusados ni precisado los supuestos beneficiarios del espionaje. El relato oficial está lleno de huecos, y esos huecos dicen más que las palabras. En un Estado donde la economía se maneja desde el secreto y la obediencia, cualquier intento de autonomía técnica puede interpretarse como deslealtad. La línea que separa el error del delito se borra fácilmente cuando el poder necesita una purga. Gil, en ese sentido, podría ser tanto el ejecutor de un sistema corrupto como su chivo expiatorio.

Más allá del individuo, el proceso expone la fragilidad institucional de Cuba. No hay contrapesos, ni prensa libre, ni garantías judiciales que permitan verificar los hechos. El juicio cerrado no busca justicia, sino escarmiento. La justicia real exige luz; lo demás es castigo ejemplarizante, teatro político en un escenario sin público. Al mantenerlo en la oscuridad, el régimen reafirma su método: el miedo como control y el silencio como ley.

El caso de Alejandro Gil no es solo el de un exministro caído en desgracia; es la demostración de que en Cuba la lealtad tiene fecha de vencimiento y la verdad, dueño. Mientras el gobierno proclama su transparencia en foros internacionales, puertas adentro entierra la información y dicta condenas invisibles. Y así, entre acusaciones sin pruebas y juicios sin testigos, el poder vuelve a recordarle al país quién sigue escribiendo el guion.

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