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La Habana.- Vamos a evidenciar, una vez más, la absoluta desconexión de un hombre que ocupa un cargo cuya única función real es la de administrar la decadencia. El encuentro con los damnificados del huracán Melissa debería ser un acto de contrición, un ejercicio mínimo de empatía ante el dolor de un pueblo que lo ha perdido todo.
Sin embargo, para Miguel Díaz-Canel, no fue más que otra comparecencia incómoda, un trámite propagandístico que se le fue de las manos y en el que su verdadera esencia, la de un burócrata endurecido por décadas de sumisión y privilegio, salió a la luz de la manera más cruda.
Ver vídeo: (https://www.facebook.com/share/r/1GEnt3hF5U/)
La escena, capturada en un video que debería ser estudiado como un manual del desprecio oligárquico, es demoladora. Una mujer, con la voz quebrada por la desesperación, le expone la miseria más básica, la carencia más elemental: “No tenemos cama”. Es el grito de una ciudadana hacia quien presume de ser su máximo representante. La respuesta, sin embargo, no fue un “voy a resolverlo”, ni siquiera un “lo siento”. Fue el bufido iracundo de un comisario de barriada: “Y yo tampoco tengo para dártela ahora”. En esa frase se condensa toda la filosofía del régimen: tu padecimiento no es mi responsabilidad, es tu problema.
Esa réplica, cargada de un fastidio visceral, revela que Díaz-Canel no es un estadista sobrepasado por una crisis, sino el secretario de un núcleo del Partido Comunista que ascendió por inercia y que trata a los ciudadanos como si fueran correligionarios molestos. Es el síndrome del burócrata que cree que la gente le debe lealtad a él, y no al revés. Se le olvida que ya no está en una reunión de celula partidista donde se amonesta al que no cumplió la cuota de algo; está ante el pueblo al que juró servir y al que, en cambio, desdeña como a un perro faldero que le estorba.
Este no es un desliz, es un patrón. Es el mismo hombre que, durante las protestas del 11J, salió a la televisión no a escuchar, sino a ordenar el “combate” contra su propio pueblo. El mismo que, en medio del éxodo masivo de cubanos, se jacta de una “batalla de ideas” mientras el país se vacía y se derrumba. El mismo que recita consignas sobre “resistir” desde la comodidad de una vida blindada por la nomenklatura, ajena a la angustia de quien hace colas interminables para conseguir un pedazo de pan o un colchón donde dormir.
Ante la magnitud de la catástrofe, su respuesta no ha sido la del líder que moviliza recursos, sino la del propagandista que culpa al “bloqueo” de una incapacidad endémica que precede a cualquier embargo. Mientras familias duermen a la intemperie, él y su corte se pasean en caravanas de autos oficiales, posan para las cámaras repartiendo fracaso, y se rodean de una seguridad personal que cuesta más que todos los techos perdidos en la tormenta. Es la obscenidad del poder en su estado puro.
Al final, el episodio de la cama es la metáfora perfecta. Díaz-Canel no tiene cama que dar, porque no tiene soluciones que ofrecer. No tiene respuestas, porque el sistema que representa agotó hace mucho tiempo cualquier proyecto de nación que no fuera el de su propia perpetuación. Su falta de empatía no es un defecto de carácter; es el síntoma terminal de una ideología que, habiendo agotado la retórica y la represión, solo puede ofrecer, como último recurso, el descaro de su propio fracaso. El huracán se llevó los techos, pero el régimen, hace rato, se llevó la dignidad.