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Por Jorge Sotero (Enviado especial)
Santiago de Cuba.- En el paisaje desolado de “Los Negros”, en Contramaestre, donde el huracán Melissa no dejó más que un reguero de miserias, se repite con estricta fidelidad un guión perverso. El mismo que el régimen cubano estrenó a lo grande en los escombros de Puerto Príncipe en 2010. Mientras Haití se debatía entre la muerte y la supervivencia, La Habana, en un alarde de cinismo, despachó a la Brigada Martha Machado, capitaneada por el pintor Kcho. No llevaban medicinas, ni ingenieros, ni equipos de rescate. Llevaban artistas, humoristas y grupos de baile. Una caravana de la frivolidad para un pueblo enterrado en su propia tragedia.

Hoy, en el oriente cubano, la función debe continuar. Las imágenes que emergen de comunidades como Los Negros son el retrato de un estado fallido: viviendas sin techos, postes eléctricos abatidos como fósforos usados, y un hambre que no es metáfora sino una realidad punzante en los estómagos vacíos. Las familias, que lo han perdido todo, claman no por un milagro, sino por la ayuda humanitaria que el mundo ha enviado y que, misteriosamente, nunca llega a su destino. En medio de esta devastación, la respuesta del aparato político no podía ser más obscena.
Frente a la necesidad urgente de alimentos, agua y recursos para reconstruir, el Comité Municipal del Partido Comunista, en la figura del funcionario Alexander Galán Guerra, decidió que lo prioritario era “alegrar el alma”. Convocaron un evento musical, con el cantante Waldo Mendoza, como si una canción pudiera suturar las grietas de las casas o un estribillo calmar la desesperación de quien ha visto su vida reducida a escombros. Es la misma lógica delirante que cree que el arte puede suplantar el pan.

Mientras el pueblo llora sus pérdidas y recoge los pedazos de lo que fue su hogar, el régimen responde con altavoces, propaganda y shows. Es la coreografía del poder para ocultar su absoluta incapacidad y su desprecio por el dolor ajeno. Pan no hay… pero circo sobra. Esta es la ecuación perfecta de la tiranía: entretener a los hambrientos, musicalizar el abandono, y convertir la catástrofe en un escenario para su relato vacío de victoria.

Tal vez desde el Palacio de la Revolución piensen que la música llena los estómagos o que una coreografía sirve para acostarse y alimentarse. Es la filosofía de un gobierno desconectado de la realidad más básica de su pueblo, que aplica la misma receta tanto en un terremoto en Haití como en un huracán en su propio territorio. La solidaridad, para ellos, no es un acto humanitario, sino un acto de propaganda que se mide en notas musicales y sonrisas forzadas.
Cuba no necesita las canciones del PCC. Cuba necesita ayuda, comida, techo y, sobre todo, respeto a su dolor. Lo que ocurre en Contramaestre no es un gesto de alegría, es la evidencia de un gobierno que, ante la imposibilidad de resolver las necesidades más elementales de su pueblo, solo ofrece el consuelo barato de un espectáculo, mientras el país se cae a pedazos. La misma función, el mismo engaño, solo han cambiado los escombros de fondo.