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Entre los rostros que emergen del polvo del Nilo, pocos resultan tan enigmáticos como el de la reina Tiye, esposa de Amenhotep III y madre de Akenatón, una de las figuras más influyentes del Egipto antiguo.
Su momia, conservada con sorprendente detalle, muestra un rostro alargado, delgado, con el mentón afilado y los pómulos altos: un retrato humano, real, sin la perfección idealizada de las esculturas que se hicieron en su honor.
Las representaciones artísticas del Antiguo Egipto no pretendían reflejar el aspecto exacto de una persona, sino su estatus, divinidad y poder. Por eso, las estatuas de Tiye la muestran con rasgos distintos entre sí: a veces más joven, otras más severa, pero siempre majestuosa. En Egipto, el arte era símbolo, no retrato.
Los estudios genéticos modernos revelaron que Tiye pertenecía al haplogrupo mitocondrial K, de origen asiático occidental, lo que confirma que los egipcios antiguos formaban parte de un amplio mosaico de pueblos del Cercano Oriente y el Mediterráneo oriental.
Más allá de su apariencia, la reina Tiye fue recordada por su inteligencia y poder político. Gobernó junto a su esposo y, más tarde, asesoró a su hijo en una época de transformaciones religiosas y culturales.
La historia la muestra de muchas formas —en piedra, en momia o en ADN—, pero en todas ellas conserva su verdadera esencia: la de una mujer que marcó el rumbo de un imperio. (Tomado de Datos Históricos)