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Por P. Alberto Reyes Pías
Camagüey.- En este día llamado «De los fieles difuntos» , la Iglesia repite lo que ha venido haciendo desde que fue fundada por Jesucristo: rezar por aquellos que han muerto, desde la fe profunda en que la vida continúa después de lo que llamamos muerte, desde la certeza total de que la resurrección es real.
La fe, sin embargo, no impide el dolor, la fe no quita la angustiosa nostalgia por aquellas personas amadas que ya no están. Cuando se ha amado a alguien, y cuando hemos experimentado el amor de alguien, no añorarlo, no sentir el dolor de la separación, sería antinatural.
La función de la fe no es adormecer nuestros sentidos sino permitir que ese dolor inevitable se viva desde la serenidad de que esta separación no es un «hasta nunca» sino un «hasta que nos volvamos a encontrar».
Tener fe no significa que la persona no llore, o no sienta dolor profundo; no significa que la persona no exprese los sentimientos que la afligen, o deje de experimentar el deseo de cercanía y proximidad. Cuántas veces, de hecho, luego de la muerte de un ser querido, hemos tenido la sensación de que vamos a encontrarlo cara a cara al atravesar una puerta.
Lo que la fe sí cambia es el modo de vivir el dolor, porque la certeza de la resurrección nos da serenidad. No se vive igual la separación cuando se tiene la seguridad de que esa persona no está aquí, pero está, vive, no se ha disuelto en la nada, y que un día ocurrirá un reencuentro, que será definitivo, eterno.
La fe tampoco quita el reto que nos deja toda persona cuando se marcha: que sigamos adelante sin su presencia.
El ser humano necesita dar un sentido a cada día, y vivir con sentido significa aprender a ser una bendición para este mundo. Morir es partir, pero mientras no partimos, nuestro reto es aportar algo a la existencia de los que nos rodean, vivir de tal modo que cada noche podamos decirnos: «ha valido la pena que yo estuviera hoy en el mundo».
Y del mismo modo que pueden coexistir la esperanza y el dolor, también pueden hacerlo la nostalgia por la ausencia del ser querido y la fuerza para hacer el mayor bien posible cada día aunque esa persona ya no esté. Saber que no se camina hacia la nada sino hacia el todo, renueva las fuerzas para ir sembrando lo mejor para este mundo desde lo mejor de la propia existencia.
Decía C. S. Lewis: «No podemos pretender que el dolor no duela». La partida de los que amamos será siempre dura, pero se vive distinta esa dureza cuando sabemos que es un hasta luego, que nos queda el agradecimiento por todo lo que compartimos juntos en esta parte de la vida, y que la frase final de la despedida no es otra que: «te reencontraré».