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Por Luis Alberto Ramirez ()
MIami.- El presidente de Colombia, Gustavo Petro, anunció que llevará ante la ONU una propuesta para detener los ataques de Estados Unidos contra embarcaciones ligadas al narcotráfico en el Caribe, calificando las operaciones como una “agresión” contra la región y un abuso en contra de los trabajadores del narcotráfico.
Estas declaraciones de Petro han generado un intenso debate nacional e internacional. En una afirmación tan polémica como inusual, el mandatario sostuvo que los narcotraficantes capturados en lanchas repletas de cocaína no son realmente narcotraficantes, sino “trabajadores del negocio, empleados de los narcotraficantes”. Más aún, los describió como “inocentes, trabajadores asesinados por el imperialismo”, y esto quiere presentarlo en la ONU para una resolución a favor del narcotráfico ¿este tipo está loco o qué co… le pasa?
Estas palabras no solo han despertado indignación entre los sectores opositores y los medios de comunicación, sino también sorpresa en la comunidad internacional. En un país donde el narcotráfico ha sido durante décadas una de las principales causas de violencia, corrupción y descomposición institucional, relativizar la responsabilidad penal de quienes participan directamente en el transporte de drogas resulta, cuando menos, una distorsión peligrosa de la realidad.
El contexto agrava la situación. El Departamento del Tesoro de Estados Unidos anunció la semana pasada la inclusión de Gustavo Petro, su esposa Verónica Alcocer, su hijo Nicolás Petro y el ministro del Interior, Armando Benedetti, en la lista de la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC), más conocida como la “Lista Clinton”, por presuntos vínculos con el narcotráfico. La noticia cayó como una bomba en Bogotá, dejando al presidente colombiano en una posición incómoda ante la opinión pública y frente a su principal socio comercial y aliado político: Estados Unidos.
Petro, sin embargo, ha negado cualquier vínculo con el narcotráfico. En sus declaraciones, ha intentado mostrarse como un político austero y honesto: “solo tengo una casa, construida antes de ser alcalde, en la cual no vive nadie, y todavía le debo la hipoteca al banco”, afirmó. Pero esa defensa personal contrasta con su discurso de comprensión hacia quienes integran las redes del narcotráfico, un fenómeno que ha devastado a Colombia durante más de medio siglo.
El problema de fondo radica en la confusión entre la pobreza estructural y la criminalidad organizada. Petro parece mezclar ambos fenómenos para justificar a quienes, aunque provienen de sectores humildes, participan voluntariamente en actividades ilícitas. Ciertamente, muchos de los que se embarcan en lanchas cargadas de droga no son los grandes capos del narcotráfico, sino peones explotados por las mafias. Pero eso no los convierte en “inocentes”, sino en piezas de un engranaje criminal que alimenta la violencia, el lavado de dinero y la corrupción política.
Reducir el narcotráfico a un problema laboral, como si se tratara de una cuestión de derechos del trabajador, es una visión peligrosamente simplista. Con ese argumento, cualquier actividad delictiva podría ser presentada como una forma de empleo: el sicario sería un “trabajador de la muerte”, el extorsionista un “recaudador informal”, y el contrabandista un “transportista popular”. La línea entre el delito y la necesidad se desdibuja, y el discurso político se convierte en una justificación moral del crimen.
Si algo caracteriza a los líderes populistas del siglo XXI es precisamente esa capacidad para reescribir la realidad con fines ideológicos. Petro, al victimizar a los implicados en el narcotráfico y culpar al “imperialismo” por sus muertes, no solo intenta consolidar su narrativa antiestadounidense, sino también distraer la atención de las acusaciones que hoy pesan sobre él y su entorno más cercano.
La inclusión del presidente colombiano en la Lista Clinton es un hecho de enorme gravedad. Más allá de su veracidad o de la investigación que pueda seguir, la sola sospecha de vínculos con el narcotráfico compromete la credibilidad de su gobierno y la estabilidad institucional de Colombia. Y si a eso se suma un discurso que normaliza o romantiza a los actores del narcotráfico, el mensaje que se envía al mundo, y sobre todo a las nuevas generaciones, es devastador.
Petro puede decir que no tiene fortuna ni mansiones, pero su verdadero problema no es material: es moral y político. Defender a los “trabajadores del narcotráfico” como si fueran víctimas inocentes no es un acto de humanidad, sino de complicidad retórica. Porque, al final, quien justifica el delito, termina legitimando al delincuente.
Gustavo Petro, con su retórica de lucha contra el “imperialismo” y su aparente empatía con los marginados, parece olvidar que gobernar un país implica asumir responsabilidades, no reescribir las leyes según la conveniencia política. Su defensa de los narcotraficantes como “empleados” no solo deshonra a las verdaderas víctimas de ese flagelo, los campesinos desplazados, los jóvenes reclutados, las familias destruidas, sino que también revela una peligrosa tendencia: la de convertir el crimen en narrativa política y la ilegalidad en argumento ideológico, porque para todos estos izquierdistas, los argumentos son ideológicos, incluyéndolos derechos humanos, la delincuencia y hasta el narcotráfico
¿Compasión o cinismo? Tal vez ambas cosas. Pero lo que está claro es que, en Colombia, el narcotráfico no necesita defensores: necesita justicia.