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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Rusia tiene trigo. Tiene cereales. Tiene una cosecha enorme que vender y está buscando mercados por todo el mundo, como un vendedor ambulante con la carreta llena. Su viceprimer ministro, Alexéi Overchuk, lo dice alto y claro en Corea del Sur: “Somos socios fiables”. Y lo son. Tienen los barcos, la logística y la voluntad de enviar sus productos a quien pueda pagarlos, o al menos, a quien inspire un mínimo de confianza para dar un crédito. Es el mercado. Es el capitalismo más básico, ese que hasta un niño entendería: yo tengo pan, tú tienes hambre, si no tienes dinero hoy quizás me fío de que me lo pagarás mañana. Pero hay que fiarse.
Y entonces miramos a Cuba, nuestro pedazo de tierra famélica, y la pregunta se instala como un mosquito en la oreja a las tres de la madrugada. Si Rusia es nuestro aliado histórico, nuestro hermano geopolítico, el que nos manda(ba) petróleo y recoge a nuestros espías caídos, ¿por qué no le compramos todo ese trigo que necesitamos para que el pan no sea un lujo de cumpleaños? Overchuk lo dijo sin querer decirlo: “Concertamos acuerdos, creamos condiciones cómodas, desarrollamos sistemas de pago”. Es decir, buscan clientes serios. Gente que pague. O, en el peor de los casos, gente a la que se le pueda cobrar una deuda algún día.
El gobierno cubano, en cambio, no inspira esa confianza. No es el bloqueo, es la credibilidad. Es la hoja de vida de un moroso crónico que ha quemado a casi todos sus acreedores, desde los soviéticos hasta los chinos, pasando por medio mundo. No es un problema ideológico, es contable. ¿Quién le presta un millón a un vecino que nunca ha pagado ni la luz? ¿Quién le vende un cargamento de trigo a un gobierno que, con una mano pide el crédito y con la otra reparte consignas contra el imperialismo que lo financia? La lealtad en la geopolítica es un brindis al sol; en el comercio internacional, el historial crediticio es la única bandera que ondea.
Moscú no es tonto. Sabe que La Habana es un agujero negro para los recursos. Un socio ideal para votar juntos en la ONU, un desastre para cobrar una factura de fertilizantes. Así que Rusia vende su grano a quien pueda pagarlo, aunque sea a plazos, pero con garantías. Y Cuba se queda mirando el barco pasar, con la cantaleta eterna del bloqueo como excusa para tapar su propia ineptitud productiva y su insolvencia monumental. El régimen no puede producir nada, no puede comprar nada y no puede que nadie le fíe nada. Es la trinidad de la ruina.
Al final, el cuento del bloqueo es el chivo expiatorio perfecto, el hechizo que lo explica todo y no soluciona nada. Mientras el viceprimer ministro ruso negocia acuerdos de libre comercio en foros de lujo en Asia, los diplomáticos cubanos mendigan ayuda en las capitales del mundo con el sombrero en la mano y el discurso gastado de la víctima. Es un espectáculo triste. Rusia busca clientes; Cuba, limosnas.
Y aquí dentro, el pueblo, siempre el pueblo, se pregunta por qué en la bodega no hay harina, por qué el pollo es un mito y por qué si tenemos aliados tan poderosos, el plato de cada día es la resignación con salsa de blame yanqui. La respuesta duele más que la hambruna: porque ni producimos ni nadie confía en nosotros. Y un gobierno en el que nadie confía ni para pagar un saco de arroz, está condenado a gobernar sobre el vacío.