Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Muertes absurdas que cambiaron la historia (o al menos la risa de la historia)

Comparte esta noticia

En la larga cronología humana, la genialidad y el absurdo a menudo se cruzan. Detrás de cada descubrimiento o tragedia, hay vidas que terminaron de maneras tan insólitas que rozan la ironía.

Tycho Brahe, el astrónomo que cartografió los cielos con precisión, murió en 1601 por negarse a levantarse a orinar durante una cena real. Consideró que hacerlo era descortés, y su vejiga simplemente explotó. El hombre que midió los astros con paciencia infinita fue vencido por su propio pudor.

No fue el único. El dramaturgo Esquilo, padre de la tragedia griega, murió cuando un águila soltó una tortuga sobre su cabeza calva, creyendo que era una roca. Su colega Sófocles tuvo un final menos épico pero igual de absurdo: se asfixió con una uva.

La lista continúa con el compositor Jean-Baptiste Lully, que murió golpeándose accidentalmente el pie con su batuta mientras dirigía un himno religioso, o con el vikingo Sigurd el Poderoso, mordido por la cabeza decapitada de su enemigo.

Algunos casos rayan en lo poético, como el del poeta chino Li Po, que se ahogó tratando de abrazar el reflejo de la luna en el río. Otros, en lo grotesco, como Arrio, el obispo hereje que murió cuando literalmente se le salieron los intestinos por el ano durante una diarrea fulminante.

También hubo quienes murieron de risa. El pintor griego Zeuxis no soportó su propio chiste: se rió tanto al ver uno de sus cuadros que murió en el acto.

Y luego están los que murieron por exceso de admiración o torpeza. Dracón, el legislador ateniense, fue sofocado por las túnicas que le arrojaron sus seguidores en señal de respeto. Hans Staininger, alcalde austríaco del siglo XVI, tropezó con su barba —de más de un metro de largo— y murió al caer.

Incluso los poderosos no escaparon del absurdo: Carlos VIII de Francia murió golpeándose la cabeza contra una puerta cuando iba a jugar al tenis, y el rey Adolfo Federico de Suecia se ganó el título del “monarca que comió hasta morir” tras una cena de langosta, caviar, chucrut y catorce postres.

El abogado Clement Vallandingham demostró que la ironía también tiene puntería: al intentar probar que un hombre podía dispararse por accidente, lo hizo… y ganó el caso póstumamente.

La historia, con su humor macabro, nos recuerda que la muerte no siempre llega con solemnidad. A veces, simplemente se ríe con nosotros.

Deja un comentario