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Por Anette Espinosa ()

La Habana.- Mientras el gobierno cubano anuncia a los cuatro vientos que tiene listas las medidas para proteger a 650.000 personas en el oriente del país ante la llegada del huracán Melissa, uno no puede evitar una sonrisa amarga. Tanta eficacia repentina para lo que dura un parte meteorológico, y tanta incapacidad crónica para lo que importa: la vida de cada día.

El huracán Melissa, con sus vientos de más de 200 kilómetros por hora, es un monstruo pasajero. El verdadero ciclón, el que no tiene temporada y no da tregua, es el que sopla desde La Habana desde hace 66 años, un sistema de baja presión moral que ha convertido la miseria en política de Estado .

Es un huracán perfecto, de manual. Genera una hambruna estructural que no necesita vientos para llevarse todo por delante, y una escasez de medicinas que es, en sí misma, una enfermedad terminal para el pueblo. Su ojo es la represión, un centro de calma chicha solo para quienes dictan las consignas, mientras el resto navega en la periferia de los vientos más fuertes: la división de las familias, el éxodo como única política juvenil, y la muerte prematura de tantas esperanzas. Melissa dejará daños en unas horas; este otro no ha parado de devastar en seis décadas.

El régimen, eso sí, es experto en montar el espectáculo de la prevención. El presidente en videoconferencia, los generales en sus puestos, las evacuaciones masivas para la foto . Es la coreografía perfecta para la comunidad internacional. Pero si uno rasca la pintura fresca de la emergencia, encuentra la misma podredumbre de siempre: un Estado que es una fachada para una cleptocracia. Mientras el pueblo hace colas interminables, la familia Castro y su cohorte militar han construido un dique de oro que los protege de cualquier marejada, incluida la de la dignidad.

Un daño eterno

Lo más cínico es que este huracán político se alimenta del mar cálido de nuestra propia resistencia. El gobierno ha convertido la capacidad de aguante del cubano en su principal recurso natural. Nos piden que nos apretemos el cinturón, que sobrevivamos con lo mínimo, que aceptemos los apagones de 12 horas como un acto de patriotismo, todo para que ellos puedan seguir enriqueciéndose con el monopolio de la miseria. Mientras, en La Habana, los dueños del circo siguen dando órdenes para protegernos de una tormenta de tres días, ignorando olímpicamente la que ellos mismos descargan sobre nosotros cada mañana.

Melissa, se dice, podría dejar hasta 400 milímetros de lluvia y provocar inundaciones costeras. Daño puro y duro. Pero es un enemigo visible, con un nombre y un recorrido que se puede trazar en un mapa. El otro huracán, en cambio, es invisible y no tiene nombre oficial en los medios. Es la corrupción que desvía los recursos, es la incompetencia que deja los hospitales sin insumos, es la maquinaria de control que trata a un pueblo entero como un menor de edad perpetuo. Es, en definitiva, un régimen que, para sobrevivir, necesita que el país esté en eterna reconstrucción.

Así que cuando pase Melissa, y pasará, llegará la cuenta de los daños. El gobierno pedirá ayuda internacional y hablará de la feroz naturaleza. Pero el pueblo, el que de verdad sufre los embates, sabe que la peor devastación no viene del cielo. La peor devastación tiene sede fija en La Habana, y es la de un sistema que, huracán tras huracán, demuestra que su única habilidad es para asegurar su propia supervivencia, aunque para ello tenga que condenar a toda una nación a un naufragio sin fin.

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