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Por Max Astudillo ()

La Habana.- Hay hombres que no empuñan un fusil, pero envenenan los pozos. No firman sentencias de muerte, pero preparan el terreno donde otros las ejecutan. En los juicios de Núremberg, uno de los condenados a la horca no era un general de la Wehrmacht ni un ministro del Reich. Era Julius Streicher, el editor del periódico Der Stürmer. Su crimen no fue directo, sino atmosférico: durante años, su pluma había cultivado un odio tan virulento contra los judíos que el tribunal consideró que había hecho posible, incluso inevitable, la atrocidad. Su verdugo fue la palabra, insistente, machacona, empeñada en deshumanizar al otro hasta convertirlo en alimaña.

A veces miro la televisión cubana y pienso en Streicher. Veo a Randy Alonso, ese conductor de la mesa redonda que parece un notario de la utopía, y escucho a Michel Torres Corona con su voz de profeta laico, o a Humberto López y sus lavados de rostros al régimen en televisión. Son los Streicher del trópico. Sus armas no son las cámaras de gas, sino los estudios de televisión; su violencia no es física, pero es constante. Han dedicado sus vidas a construir una realidad alternativa donde el desastre es un éxito, la escasez una victoria patriótica y el disidente no es un ciudadano con hambre, sino un mercenario al servicio del imperio. Su defensa a ultranza no es lealtad: es complicidad activa.

Streicher no mató a nadie con sus manos. Tampoco es probable que estos hombres hayan firmado personalmente una orden de represión. Pero el paralelismo reside en la fabricación del clima. Ellos son los arquitectos del consenso forzado, los ingenieros de la sumisión. Mientras las colas para el pollo crecen y la luz se va por horas, ellos hablan de la imbatibilidad moral de la Revolución. Cuando un joven es encarcelado por una pancarta, ellos teorizan sobre la guerra no convencional. Su trabajo es justificar lo injustificable y normalizar lo aberrante. Son la cara culta de la intolerancia.

Un legado triste

La condena de Streicher sentó un precedente jurídico y moral: quien siembra el odio, quien desata los demonios de la irracionalidad con su propaganda, es tan responsable como quien aprieta el gatillo. Aquí, en esta isla fatigada, estos voceros llevan décadas sembrando. Han sembrado la desconfianza entre vecinos, el odio al que piensa distinto, la idea de que el que se va es un gusano y el que se queja, un traidor. Han creado el ecosistema perfecto para que la maquinaria represiva funcione sin remordimientos sociales. Ellos ablandan el terreno.

Por eso duele tanto verlos. Duele más que la mentira de un burócrata. El burócrata miente por omisión o por obligación. Estos hombres, en cambio, han convertido la apologética en un arte. Michel Torres Corona, con su prosa academicista, no defiende un error de gestión; defiende un dogma. Legañoa, con su gravedad de funcionario de distrito soviético, no informa; adoctrina. Son los trueques más tristes: el intelectual que cambia su criterio por un micrófono, el comunicador que cambia la verdad por una cuota de poder.

Al final, la historia juzgará a estos Streicher caribeños no por los crímenes que no cometieron directamente, sino por el veneno que regaron día tras día, año tras año. Su legado no será la lealtad que presumen, sino el silencio cómplice que ayudaron a imponer y el dolor que se negaron a ver mientras hablaban, siempre hablaban, de un futuro glorioso que nunca llegaba. Su condena, quizás, no sea judicial. Será la de quedar para siempre en la memoria colectiva como los hombres que, teniendo palabras, eligieron las mentiras; y teniendo una patria, eligieron a un régimen.

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