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Por Eduardo Díaz Delgado ()
;adrid.- El video adjunto muestra a Petro en su máxima expresión de contorsionismo moral: evitando llamar por su nombre lo que todo el mundo sabe. Maduro está en el poder tras un fraude, y eso lo convierte en un ocupante, no en un presidente. No representa ni al pueblo, ni a las instituciones, ni a la soberanía de Venezuela.
Cuando alguien gobierna sin legitimidad, ocupa el mismo lugar que una fuerza extranjera que invade su país. Porque la soberanía no es una bandera ni un pedazo de tierra: es la voluntad popular. Y si quien detenta el poder la pisotea, está invadiendo desde adentro.
Ver vídeo: (https://www.facebook.com/reel/1983861925730397)
En Venezuela, esa soberanía ya se expresó. María Corina Machado, respaldada por un proceso electoral en el que su candidato, Edmundo González, obtuvo la mayoría, demostró que el régimen perdió. Maduro, con todo el aparato del Estado en sus manos, no ha podido presentar una sola prueba que demuestre lo contrario. Ni actas, ni resultados verificables. Nada.
Por tanto, quien hoy ocupa el Palacio de Miraflores lo hace como una fuerza ajena a la voluntad popular. Y si una intervención busca restablecer esa voluntad, no se trata de una invasión, sino de una restitución de la soberanía. Ni siquiera hace falta repetir elecciones cuando ya se celebraron y el resultado fue desconocido a la fuerza.
El pueblo venezolano defendió su voto en las calles y recibió represión. El régimen de Maduro, controlando el ejército, volvió las armas contra sus ciudadanos. Ahí está el edificio del Helicoide, el centro de tortura más temido de América Latina, como símbolo de lo que es el poder cuando se divorcia del pueblo: una maquinaria de miedo. Durante años, tanto Chávez como Maduro reprimieron huelgas, manifestaciones, desobediencias civiles y hasta a los propios militares que se negaron a disparar contra civiles.
Llegados a ese punto, derrocar un gobierno así no solo es legítimo: es necesario. ¿Qué otra opción tiene un pueblo? ¿Esperar la muerte?
Y es ahí donde el discurso de Petro se derrumba. Habla de que los colombianos “nunca pidieron ayuda externa”, como si eso fuera una virtud. Pero su propia historia lo contradice: las FARC que él integró secuestraron, asesinaron y prolongaron una guerra durante décadas, hasta que necesitaron mediación internacional para rendirse y reintegrarse en la política.
¿Es eso lo que se quiere para Venezuela? Además, esa ayuda externa fue lo que permitió la paz y, en última instancia, su llegada a la presidencia por vías democráticas.
Por eso es tan hipócrita que ahora niegue la legitimidad de un pueblo que clama auxilio ante un régimen que le roba las urnas y le dispara en las calles. Pero para aderezar más esto, nadie está pidiendo una invasión: se pide la extracción de una cúpula criminal que ha secuestrado un país. No es la pérdida de soberanía, es la recuperación de ella.
La democracia no es solo contar votos, es garantizar que el pueblo pueda expresarse libremente, revocar y elegir sin miedo. Eso es lo que representa María Corina Machado. Y eso es lo que Petro se niega a defender, mientras avanza en Colombia con sus propios intentos de modificar la Constitución y debilitar los contrapesos democráticos.
Petro está dando las mismas señales que vimos antes en La Habana y en Caracas: la erosión lenta de la república en nombre del “pueblo”. Su silencio ante el robo descarado de las elecciones venezolanas no es diplomacia: es complicidad. Y su burla hacia la lucha de los venezolanos es despreciable.
Porque quien calla ante un fraude, lo bendice.