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Por Esteban David Baró ()
La Habana. – En el centenario de Celia Cruz, el Estado cubano volvió a demostrar que la censura no pasa de moda: prohibiciones, cancelaciones y silencios oficiales para intentar callar la voz que hizo bailar al mundo.
Cien años después del nacimiento de la mujer que puso a la isla en el mapa de la música universal, su país natal sigue empeñado en borrarla del atlas cultural.
Sí, la nación que la vio nacer y cantar hoy la condena al silencio. Porque, al parecer, para las autoridades culturales, Celia sigue siendo demasiado libre, demasiado popular y, peor aún, demasiado recordada.
En un país donde el ritmo es casi religión, el Ministerio de Cultura decidió excomulgar a su santa más sonora.
La Subdirección de Programación del Centro Nacional de Música Popular, que suena a institución de promoción, pero actúa como comité de censura, canceló sin rubor una gala en homenaje a Celia, organizada por el grupo teatral El Público en la Fábrica de Arte Cubano.
Todo estaba listo para el 19 de octubre. Todo, menos el permiso para decir su nombre.
Mientras tanto, el Estado guardó un silencio más elocuente que cualquier discurso. Solo una misa en La Habana, organizada por artistas y admiradores, rompió la mordaza oficial.
“Es lastimoso que se prohíban homenajes a Celia Cruz”, declaró el músico cubano Alain Pérez a la agencia EFE. “Las instituciones cometen un error al intentar limitar el legado de la Reina de la Salsa”.
Error es poco. Es un acto de mutilación cultural. Porque si algo representó Celia fue precisamente la afirmación de la cubanía más expansiva, más gozosa y mestiza.
“Cuando suena La vida es un carnaval, hasta el más triste se acuerda de que es cubano”, comentó un habanero en redes, indignado. “Y eso, parece, es lo que más temen: que la gente vuelva a sonreír sin permiso”.
En la Fábrica de Arte Cubano, ante la censura, los artistas respondieron con poesía. Una silla vacía, iluminada durante una hora. Luego, sonó la voz prohibida: Quimbara quimbara qua qua ra quimbara… El público aplaudió, algunos lloraron, y el eco de Celia volvió a llenar la sala.
La musicógrafa Rosa Marquetti, autora de Celia en Cuba, rasqueó que “fue un gesto de resistencia. Una forma de decir: ustedes no pueden apagar una voz que ya pertenece al mundo”.
Mientras tanto, en Buenos Aires, otro símbolo de la Revolución decidió hablar. Silvio Rodríguez, el trovador oficial por excelencia, se tomó la libertad, esa palabra peligrosa, de recordar a Celia en su concierto del 22 de octubre, justo el día del centenario. El público argentino lo ovacionó.
“Lo hizo con respeto, sin consignas, solo con verdad”, comentó un músico que asistió al recital. “Y eso, en estos tiempos, es un acto heroico”.
Celia Cruz murió en 2003, pero su voz, esa que el régimen intenta borrar de los archivos, sigue viva en cada esquina del planeta.
“Negar a Celia es como negar al sol”, escribió un periodista independiente cubano. “Podrán taparlo un rato, pero el calor sigue ahí, ardiendo.”
Y sí, quizás el pecado de Celia fue cantar demasiado alto, sonreír demasiado amplio, vivir demasiado libre. Un pecado imperdonable para quienes confunden cultura con control.
Porque la verdadera revolución, como decía ella entre risas y lentejuelas, “se baila con alegría, no con miedo”.