
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Oscar Durán
La Habana.- Miguel Díaz-Canel volvió a hacer lo que mejor sabe: hablar como si tuviera autoridad moral. Esta vez no fue para defender a Cuba de sus propios fantasmas, sino para aplaudir a Gustavo Petro en medio de la disputa diplomática con Estados Unidos.
Desde su tribuna habitual en X, el presidente cubano se desbordó en elogios hacia su par colombiano, asegurando que “los pueblos de Nuestra América están contigo y con Colombia”. Dijo también que rechazaba las “falacias del Gobierno de Estados Unidos” y la vieja “Doctrina Monroe”. Un discurso reciclado de los años 60, con el mismo moho de siempre.
No sorprende. Cada vez que Washington levanta la voz, La Habana corre a buscar una cámara. Díaz-Canel necesita ser visto, aunque sea como telonero de Petro. Habla de soberanía mientras su país es rehén de la ruina, mendigando petróleo ruso y arroz vietnamita. Pretende dar clases de independencia cuando no puede garantizar ni un litro de leche para un niño en Holguín. Es el colmo del cinismo: un dictador defendiendo a un presidente electo, como si ambos compartieran la misma legitimidad.
Bruno Rodríguez, el canciller que parece vocero de funeraria, no se quedó atrás. En su cruzada antiimperialista aseguró que las declaraciones del Gobierno estadounidense son “una amenaza a la soberanía colombiana”. Lo dice el representante de un régimen que lleva más de seis décadas violando la soberanía de su propio pueblo, donde el periodismo libre es delito y la opinión disidente se paga con cárcel. Resulta casi cómico ver al canciller de una dictadura hablando de soberanía ajena con la solemnidad de un cura en misa.
Todo el espectáculo gira en torno a lo mismo: la necesidad de mantenerse visibles en el mapa ideológico de América Latina. Canel no apoya a Petro por afinidad, sino por estrategia. Sabe que su discurso antiestadounidense ya no tiene público y que su “socialismo próspero y sostenible” terminó siendo un eslogan de miseria. Por eso se aferra a cada oportunidad para gritar “imperio”, “injerencia” y “Monroe”, como si repitiendo el mantra pudiera revivir la gloria revolucionaria que murió con Fidel y se pudrió con Raúl.
Mientras tanto, Trump, con su estilo habitual, no perdió el tiempo y llamó a Petro “líder del narcotráfico”. Anunció que eliminaría subsidios y ayudas a Colombia, acusándolo de promover la producción masiva de drogas. En su red Truth Social, el expresidente volvió a encender el fuego que Díaz-Canel necesita para posar de víctima. Uno insulta y el otro se ofende, pero al final los dos se retroalimentan: sin enemigos, ni Trump ni Canel tendrían discurso. Son la caricatura perfecta del poder: uno en campaña perpetua, el otro en dictadura eterna.
La ironía es que, mientras Díaz-Canel defiende la soberanía colombiana desde su trono oxidado, en Cuba miles de personas siguen presas por el delito de pensar distinto. No hay soberanía más vulnerada que la del ciudadano cubano, obligado a aplaudir o callar. Por eso, cuando el mandatario cubano se viste de defensor de la autodeterminación ajena, uno no sabe si reír o llorar. Canel no apoya a Petro; se apoya a sí mismo, en su teatro de consignas viejas, intentando demostrar que todavía existe. Pero la historia ya lo condenó: es el eco tardío de una revolución que solo sobrevive en los discursos.