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El prometido traicionado: ascenso y purga de Felipe Pérez Roque

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Por Jorge L. León (Historiador e investigador)

Houston.- Felipe Pérez Roque nació en La Habana el 28 de marzo de 1965. Ingeniero electrónico de profesión, parecía destinado a convertirse en uno de los herederos naturales del castrismo. Era joven, inteligente, hábil con el discurso, y sobre todo —servilmente— leal a Fidel Castro.

A los 26 años ya era su secretario personal; a los 34, se convirtió en el ministro de Relaciones Exteriores más joven de la historia de Cuba revolucionaria. Su ascenso fue vertiginoso, casi mesiánico: representaba, para el régimen, la sangre nueva de la Revolución.

Durante una década fue la voz de Cuba ante el mundo. Su verbo era enérgico, agresivo, antiimperialista. En las Naciones Unidas, en foros internacionales, su figura contrastaba con la rigidez senil de otros dirigentes. Era el rostro de un supuesto relevo generacional; el “prometido” que encarnaba la continuidad. Pero en un sistema que no admite otra luz que la del caudillo, la juventud y el talento son peligrosos.

Las mieles del poder

El 3 de marzo de 2009, Granma publicó una de las reflexiones más sarcásticas de Fidel Castro. En ella, sin nombrarlo directamente, lo condenaba con una frase lapidaria: “La miel del poder por el cual no conocieron sacrificio alguno, despertó en ellos ambiciones que los condujeron a un papel indigno.”

Esa frase bastó para sellar su destino. Pérez Roque fue destituido fulminantemente, junto con el vicepresidente Carlos Lage. Ambos desaparecieron del panorama político, y sus retratos fueron borrados de los muros oficiales.

El pecado no fue el robo, ni la corrupción, ni siquiera el error político: fue la ambición.

En las reuniones privadas, entre música y cerveza, el joven canciller se permitía bromas sobre los “dinosaurios” de la Revolución.

La Seguridad del Estado grabó aquellas conversaciones. Se oyeron risas sobre la vejez de Fidel, comentarios sarcásticos sobre Raúl y juicios duros sobre la decadencia de la élite. Para un sistema basado en la adulación, esas risas eran herejía.

Según fuentes de prensa internacional (El País, ABC, Infobae), las grabaciones fueron obtenidas en una fiesta campestre, donde también se insinuó la presencia de un supuesto contacto con un agente del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) español.

Fue la excusa perfecta. En Cuba, basta una sospecha para destruir una carrera.

El delfín caído

En la lógica de los regímenes totalitarios, quien asciende demasiado rápido corre el riesgo de volar demasiado cerca del sol. Pérez Roque fue esa figura trágica: el protegido que creyó tener alas propias.

Durante sus años de poder, vivió como todos los altos funcionarios: rodeado de privilegios, de autos oficiales, de viajes y aplausos.

Creyó, ingenuamente, que eso le pertenecía. No entendió que en el sistema castrista nada se posee; todo se presta hasta que el amo decide retirarlo.

Su destitución, anunciada sin explicaciones en marzo de 2009, fue acompañada por una carta pública en la que, sumiso y humillado, escribió: “Reconozco mis errores y asumo mi responsabilidad… No merezco confianza alguna. Mi única opción es trabajar y ser útil como un simple soldado de la Revolución.”

Ese acto de humillación pública fue su última obediencia.

Luego, el silencio. Desapareció de la vida pública. Años después, fue visto en las calles de La Habana, reparando equipos electrónicos, convertido en un cubano común y vigilado.

Su paso de canciller a obrero técnico es una parábola de poder y castigo: del mármol a la penumbra.

El espejo del sistema

El caso de Felipe Pérez Roque revela con crudeza el funcionamiento interno del poder cubano.

La Revolución se alimenta de sus propios hijos: los eleva, los usa y los devora cuando dejan de ser útiles. Ninguna lealtad garantiza la supervivencia; solo la sumisión absoluta.

Raúl Castro, heredero de la desconfianza estructural de su hermano, tejió una vigilancia minuciosa sobre el entorno político. Cada palabra dicha fuera del guion era registrada.

El resultado fue otra purga, otro ejemplo de lo que significa “la moral revolucionaria”: obediencia, silencio y miedo.

Como escribió el propio Fidel en 2009, creyendo dictar sentencia moral sobre otros sin advertir su propio reflejo: “La Revolución no puede tolerar el menor signo de ambición personal.”

Y sin embargo, él mismo fue la encarnación más desmedida de la ambición personal en toda la historia de Cuba.

Pérez Roque no fue un héroe, ni una víctima inocente. Fue parte de la maquinaria que defendió con fervor, y de la que después fue expulsado.

Su historia no inspira compasión, pero sí sirve de advertencia: en los regímenes de control total, todos son prescindibles, incluso los más fieles.

Su caída demuestra que el castrismo no tiene herederos posibles, porque el poder absoluto no se comparte.

En ese universo de sombras, nadie asciende sin que se le prepare la caída.

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