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Por Yuliet Teresa ()

La Habana.-En un país que necesita unos 3600 megawatts para sostener su vida diaria, apenas se generan 1600. La ecuación es simple y brutal: la demanda supera con creces la oferta, y el resultado se traduce en apagones que alteran la rutina de los cubanos.

Cocinar, lavar, alumbrar una casa o mantener una nevera encendida se convierten en lujos sujetos a la voluntad del sistema eléctrico. Ante esa fractura, muchos han encontrado en el sol un aliado inesperado.

Pero no todos pueden alcanzarlo. Mientras algunas familias instalan paneles solares, improvisan sistemas o reparan baterías, otras quedan atrapadas en la oscuridad, dependiendo de un servicio eléctrico que llega a cuentagotas. Así, las energías renovables han dejado de ser un discurso de futuro para convertirse en un salvavidas inmediato, aunque desigual.

Los paneles del privilegio

Las tecnologías que sostienen ese salvavidas no se producen en Cuba. Todo llega importado, pagado en dólares, con un costo adicional entre trámites y transporte. En la práctica, un kit solar básico puede costar lo que un cubano tardaría años en reunir, cuando el salario mensual oscila entre 15 y 50 dólares en el mercado informal. El acceso, entonces, se convierte en un privilegio: pocos tienen el dinero para invertir, y muchas veces son los familiares emigrados quienes logran acercar esa tecnología a quienes permanecen en la Isla.

Ese abismo económico marca la frontera entre dos realidades: de un lado, las familias que pueden lavar, conservar alimentos, estudiar o trabajar durante los apagones gracias a un sistema solar; del otro, quienes esperan resignados a que regrese la electricidad estatal, sin saber si será cuestión de horas o de días.

En medio de ese panorama, el sol brilla como promesa, pero no todos pueden mirarlo de frente. Para unos pocos significa autonomía y un respiro en medio de la crisis; para la mayoría, sigue siendo solo un destello lejano e inalcanzable.

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