Enter your email address below and subscribe to our newsletter

El hueco en la malla

Comparte esta noticia

Por Renay Chinea ()

Barcelona.- Como ustedes saben, vivo en un paraíso perdido, allá por la esquina del Nordeste, donde el toro de España pierde un cuerno y casi es Francia.

Aquí no sucede nunca nada. No se sabe qué es más grande: si la belleza del entorno, la tranquilidad con que se vive o el aburrimiento.

El otro día fui a la consulta a hacerme un chequeo de rutina. Me atendió un cirujano joven que es de Cienfuegos. Me mandó una ecografía, que me hizo una chica hermosa, por cierto, de Pinar del Río. Luego fui a la farmacia a comprar un remedio, y el chamaco que atiende —divertido y servicial, como casi todos los cubanos— es de Marianao.

Ayer fui al cumpleaños de mi sobrino médico y me entero de que hay más de veintisiete profesionales en el hospital de un pueblo del tamaño de Bauta, en medio del paraíso.

Una noche de lluvia de los difíciles años 90, caminaba por la Rampa habanera y, entre las sombras, me encontré con Tony Popov —Ángel Antonio Vidal—, que hoy está de cumpleaños y le mando un abrazo, por cierto.

No sé cómo nació aquel ritornello, pero cada vez que nos veíamos nos decíamos lo mismo:

—Asere, ¡tenemos que largarnos de este país, epinga!

—Seguro, chama, seguro… ¿tú no sabes en qué consulado se le pudiera raspar una visa o algo?

—No sé, mi hermano… A mí, República Dominicana me acaba de planchar por segunda vez…

—¡Ño, pinga! ¿Y qué vas a hacer ahora?

—Tony —le dije—, ¡tenemos que encontrarle el hueco a la malla y salirnos de este país, epinga!

—Eso, guajiro. El que se entere de algo le avisa al otro.

Y pasaba el tiempo. Y pasó. Pasó Tony el Águila… pasé yo.

El año pasado andaba por Madrid, camino a Toledo. Hacía frío, era casi Navidad… y me refugié en el primer restaurante que tuve a mano, cerca de la plazuela de Sol. Entré, solté el capuchón, levanté la vista y allí estaba, en la primera mesa, el mismísimo Tony Popov, jamándose una exquisita entraña a la brasa con boniatillos asados de guarnición.

—Guajiro… ¿cómo lograste largarte de aquel país, epinga?

—Asere, le adiviné el hueco a la malla… ¡y salí echando!

—¡Yo también! Pero, coño, iba a tal velocidad que se me olvidó avisarte quién daba visa…

Y las carcajadas retumbaban en la bulliciosa noche madrileña.

Esas reuniones de cubanos tienen, por apocalípticas que parezcan, un patrón fijo, y el momento cumbre llega con la pregunta:

—Asere, ¿cómo te escapaste de allí?

Si yo supiera escribir, me gustaría contar un cuento. Uno donde se juntasen en una esquina del paraíso Robinson Crusoe, Papillon y el conde de Montecristo… y que pase el diablo a preguntar:

—Asere, ¿cómo se piraron ustedes de allí?

Cuando en la reunión de los cubanos llega esa pregunta, es hora de sentarse y agarrar el cubata con las dos manos, porque la historia va a ser rocambolesca.

Usted, por ejemplo, que no es cubano, no podrá creerme. Yo tampoco me lo creo. Estamos en La Habana, 1990, y Cuba emite un pasaporte que Cuba misma no reconoce. El salario en Cuba era una pizca —ya que hablamos de sal—: siete dólares al mes. Y, si lograbas cumplir una serie de requisitos ultrabizarros, lo podrías comprar por doscientos cincuenta dólares. Luego tenías que pagar aparte una Carta Blanca que costaba doscientos cincuenta más… y presentar una Carta de Invitación, que debía emitirte un extranjero, por otros ciento cuarenta dólares. ¡Costaba una fortuna el infortunio de salir del puto país, epinga, mariconazo de los cojones, ese!

¿Viste que no te lo puedes creer? Yo tampoco. Recuerdo, con veinte años, estar en una cola en los bajos del Hotel Habana Hilton —esa palabreja de «libre» siempre me cayó como una patá en el buche— y estar un rato haciendo la cola. Estaba en la Facultad de Periodismo y necesitaba un jabón Lux, que costaba casi un dólar. Y Cuba, que no tiene animales peligrosos en su fauna, la Revolución le creó uno: uno que es letal, agresivo, peligroso y se reconoce fácilmente. Cuando usted vea un cubano con un uniforme, un silbato y un walkie-talkie… salga huyendo. Evite esa mezcla de hiena repulsiva a quien le han encomendado una misión: que te alejes ASAP de la teta de los mandamases que se han apropiado de una nación. En esas alambradas reconcentradas que inauguró Weyler, el cubano es el primer depredador del cubano.

Yo tampoco me lo puedo creer.

—¡Usted… échese atrás! —nos decía a los cubanitos de la cola el sabueso del pito.

—Pase, pase, señor… —le dijo a una pareja de españoles que miraban y escuchaban lo que comentábamos nosotros en la fila.

—No, no… ¡Les toca a ellos! —decían—. ¿Por qué no pasan ellos? —volvían a preguntar.

Y el muy orangután balbuceaba… tartamudeaba sin saber qué decir, hasta que la pareja de españoles dio media vuelta y se fue. Aún recuerdo la mueca vacía en la cara del homínido con pito. Había un personaje en los campos de exterminio de Hitler que era casi tan malo como Hitler: los Sonderkommandos, los prisioneros judíos, o no, que colaboraban con los nazis. En Cuba, llevaban uniforme y walkie-talkie, y se les queda cara de mojón cuando los miramos ahora.

—No sabes lo que me pasó en Etiopía. Yo era, con veinticinco años, el único cirujano para trescientos mil pacientes —me dice Orestes—, un doctor de Santa Clara y con más de veinticinco años fuera de Cuba.

Se da un sorbo y continúa:

—Muchacho… cae un camión de soldados en una mina terrestre… y explota. Y me trajeron veintitrés etíopes lisiados… no sé cuántos sin patas y como diez o doce patas sueltas.

—Haz lo que puedas —me dijo el jefe.

—¿Y se salvaron? —pregunta alguien.

—Muchacho… mi única preocupación era que no saliera nadie con dos patas izquierdas o dos derechas —respondió Orestes con exageración.

Ya la fiesta es un jolgorio. La peripecia de cómo se fue de Argelia para Etiopía y cómo pudo salir de allí para España es una pequeña novela de viajes del siglo XIX.

Y ahí entra Raúl, otro cirujano, también de Santa Clara, y la historia es más enrevesada aún. Pudo escapar de Mozambique para Portugal gracias a un pasaporte que escondió en sus partes y dijo que lo había perdido al atravesar Sudáfrica.

—¿Y dónde te lo escondiste, Raúl?

—No te lo puedo decir… pero el cartoncito azul ese… jode con cojones… ¡Ño!

Un día alguien contará esas historias, la gran epopeya de cómo el cubano sobrevivió de forma individual en la lucha contra la Gran Hijeputá Colectiva del comunismo, la gran estafa.

De pronto, alguien suelta otra frase del guion:

—¡Y cómo está esta Cuba, señores!

Y se hace un silencio. Un diagnóstico rápido sería: el dengue, el chikungunya, el oropouche, la depauperación, la miseria, la falta de libertad, el tráfico de médicos, el maltrato a los médicos, la insalubridad… Y ellos, que cada día salvan pacientes de otro país donde han ganado una vida digna, se agarran con dos manos a su copa, como si fueran a escuchar alguna confesión que no quieren escuchar.

Darían cualquier cosa por estar allí, ayudando a quienes fueron antes vecinos, amigos de la infancia, parientes.

—Nos han robado un país —me dice Orestes, ya menos elocuente y en un tono menor—. Nos jodieron a todos…

Y se va sirviendo un hilillo de tinto en una copa, como si estuviera drenando una gangrena corrompida. Y hacemos silencio. Un silencio con introspección.

Deja un comentario