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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- Lo primero que pensé al leer la noticia fue que a los seguidores de Fidel Castro se les había perdido una gorra. No el sombrero, que era lo de menos, sino la cabeza en la que deberían llevarla puesta. Ahora el gobierno cubano, en un arranque de lo que llama “fiesta de la cubanía”, ha decidido pasear la gorra por el país. Como si fuera la reliquia de un santo, o el trofeo de una cacería que nunca existió.
La gorra, de fajina, verde olivo, está en una urna de cristal. La gente hace cola para verla, para tomarse una foto con ella, para sentir que algo les une a aquel hombre que ya no está, pero cuya sombra es tan larga que aún no ha anochecido en la isla. Es como si el símbolo hubiera devorado al símbolo, y ahora solo quedase el accesorio, vacío, mudó, esperando a que alguien le ponga una voz.
La gorra viaja en caravana, escoltada, como si el viento se la pudiera llevar. Recorre escuelas, fábricas, plazas. Los niños le cantan, los viejos la saludan con la mano, los periodistas oficiales escriben sobre la “energía telúrica” que desprende el gorro. Es la fiesta de lo que ya no está, celebrada con lo único que queda: un pedazo de tela.
Me recuerda a esos perros que, meses después de que su dueño haya muerto, siguen esperándolo en la puerta, con su correa en la boca. La lealtad, a veces, es el último refugio de la sinrazón. Y Cuba, que es un país de una poesía terrible y una realidad aún más terrible, ha convertido una prenda de vestir en un testamento político. El testamento de un hombre que no creía en testamentos, solo en órdenes.
No es la primera vez que un objeto se convierte en el centro de un culto absurdo. En la Unión Soviética, el cuerpo embalsamado de Lenin se exhibió como si fuera una prueba científica de la inmortalidad del comunismo. Miles de personas hacían cola bajo el frío de Moscú para ver a un hombre muerto, pálido, bajo un cristal, convencidos de que allí latía algo más que un cadáver maquillado.
En Corea del Norte, los ciudadanos lloran ante las estatuas de Kim Il-sung y Kim Jong-il con un dolor que parece de encargo, pero que duele de verdad, porque el dolor, cuando es obligatorio, duele el doble. Son rituales de una religión sin dios, donde el Estado es el cura, el feligrés y la iglesia.
Más cerca, en España, tenemos el ejemplo de la mano incorrupta de Santa Teresa, que recorrió el país en 2015 en una urna. Miles de personas acudieron a besarla, a tocarla, a pedirle milagros. La mano, pálida y seca, era el centro de una devoción que rayaba lo grotesco. Pero al menos aquello era fe, algo que se supone que escapa a la lógica.
Lo de la gorra de Fidel es fe también, pero una fe obligatoria, una fe que viene con cartilla de racionamiento y comité de defensa de la revolución. No es lo mismo creer en Dios porque sí que creer en el líder porque si no, no comes.
En otros lugares del mundo, lo ridículo ha tomado formas más disparatadas. En Turkmenistán, el primer presidente, Saparmurat Niyazov, escribió un libro, el Ruhnama, que se convirtió en texto sagrado. Había que jurar sobre él, estudiarlo en las escuelas, y hasta los conductores tenían que aprobar un examen sobre su contenido si querían renovar el carnet.
El libro, lleno de poemas y reflexiones banales, era más importante que el código de circulación. O en Albania, donde Enver Hoxha construyó miles de búnkeres de hormigón por todo el país, no para protegerse de invasores reales, sino de una invasión imaginaria. Ahora esos búnkeres son atracciones turísticas, como quizás, dentro de unos años, lo será la gorra de Fidel en un museo de cosas inútiles.
Al final, la gorra de Fidel viaja por Cuba como un fantasma que ha perdido su casa. Y la gente la mira, y se emociona, y quizás algunos incluso creen que el hombre aún está dentro, diminuto, dirigiendo el país desde el forro de la gorra. Es triste y es cómico. Como la vida misma. Como la historia. Como esas canciones que tarareamos sin saber muy bien por qué, solo porque alguien nos dijo que eran nuestra canción.
La gorra seguirá su viaje, y los cubanos seguirán haciendo cola para verla, mientras el mar, a su alrededor, sigue siendo el mismo mar por el que otros se van, buscando otra gorra, otra vida, otra fiesta que no tenga que ver con la cubanía, sino simplemente con vivir.