Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Por Max Astudillo ()
La Habana.- Eran dos. Ahora son seis. Llevan un mes durmiendo sobre cartones en los jardines del Hotel Muthu, en esa esquina de Primera y 70 donde La Habana se vende como postal y se deshace como un azucarillo en la boca del turista.
Seis niños. Seis niños negros, porque en el paraíso tropical de la Revolución, la miseria tiene color y el abandono un código postal bien definido. Sus vidas, esas que deberían estar en un aula o corriendo detrás de un balón, transcurren aquí, al raso, convertidos en un mobiliario urbano más incómodo que un bache en Miramar. Invisibles para todos, excepto para quien se tropieza con sus miradas, que son como un pozo seco, sin reflejos.
Antes se guarecían cerca del Centro de Negocios, buscando un rincón donde el sol no partiese la espalda. Pero la policía, que es una especie de decorador de interiores al servicio de la ficción nacional, los desalojó. No porque el frío del suelo fuese malo para sus huesos, sino porque su pobreza manchaba el escaparate.
La calle, se sabe, es democrática: cualquiera puede caer en ella. Pero en Cuba, la calle tiene dueño, y ese dueño prefiere que los pobres, los negros y los hijos de nadie no salgan en la foto. El turista paga por un edén, no por una realidad que le recuerde que su mojito se sostiene sobre el lomo de unos niños que piden unas monedas para comer.
Si les preguntas por sus padres, la respuesta es un catálogo de desgracias que en otro lugar sonarían a guion de una película cruel. “Están presos”, te dicen. Y uno piensa: ¿presos por qué? Por vender huevos en la calle, por pensar distinto, por atreverse a pedir lo que la Constitución promete y el Partido incumple.
En un país normal, esos delitos no existen. En Cuba, son la razón por la que un niño se acuesta sin que su madre le dé un beso. O están muertos. O se fueron del país en una balsa, que es otra forma de morir un poco. Estos niños son huérfanos de un sistema que los engendró y los escupió al arcén.
Las autoridades, esas que tienen un discurso para cada ocasión y una solución para ninguna, no han hecho nada. Su plan de rescate consiste en barrer la miseria hacia otra esquina, como si la dignidad de estos seis críos fuese un problema de orden público y no una emergencia nacional.
No hay protocolo para el hambre, no hay comisión para el frío que cala los huesos a las tres de la madrugada. Su única función es garantizar que el espectáculo revolucionario no tenga grietas, aunque detrás de la cartulina pintada se estén pudriendo las infancias.
Hoy lo sabemos porque alguien lo puso en redes. Como si la vergüenza, y no la compasión, fuese el último resorte de la humanidad. ¿Cuántos más habrá? ¿Cuántos niños duermen en portales de Centro Habana, en parques de Santiago, en los muelles de Cienfuegos? Seis en Miramar son la punta del iceberg de un país que ha normalizado lo inhumano: que un niño no tenga donde caerse muerto.
Duele, sí. Pero duele más saber que esto, aquí, en el paraíso tropical donde se suponía que los niños serían los reyes, es el resultado de una maquinaria que tritura a sus propios hijos y luego barre los restos para que no se vean.
Y si alguien dice que esto pasa en todas partes, digo que sí, es cierto. Como dice Lara Crofs: «Lo he visto en Madrid, en Lima, en Bogotá». O lo he visto en San Diego, Banjul, El Cairo, pero aquí duele de otra manera.
Duele porque nos vendieron que esto era imposible. Porque nos hicieron creer que el futuro era nuestro y, míralos, son seis, son negros, tienen hambre y duermen en un jardín de hotel. Son los hijos del castrismo, los que no saldrán en los discursos del Díaz-Canel que nos habla de Martí mientras pisa las esperanzas que este sistema, inepto y cruel, ha convertido en cartones mojados bajo las estrellas.