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Entre la cruz y la espada: el soldado español en la epopeya de América

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Por Jorge L León (Historiador e investigador)

Houston.- Pongamos la verdad primero. El soldado español que llegó al Nuevo Mundo fue, ante todo, hijo de su tiempo: valiente, creyente, contradictorio. Un hombre de guerra moldeado por los siglos de la Reconquista, habituado al riesgo y a la adversidad, pero también profundamente imbuido por una fe que le daba sentido a su vida y a su muerte.

Muchos de ellos venían de regiones humildes, soñaban con fortuna y gloria, y sin embargo —en medio de las selvas, desiertos o cordilleras americanas— mostraron una lealtad, una fraternidad y un temple moral que hoy sorprenden incluso a sus críticos.

Fe, ambición y destino

La conquista española no fue solo una aventura militar ni un saqueo desenfrenado. Fue también una empresa espiritual. La presencia constante de sacerdotes, cruces y advocaciones religiosas muestra hasta qué punto la fe católica era el hilo conductor de aquella gesta.

El soldado español podía ser pecador empedernido, amante del vino, del juego o de las mujeres, pero a la vez era capaz de encomendar su alma antes de entrar en combate, de proteger una imagen de la Virgen o de levantar una capilla en plena selva.

Esa dualidad —el guerrero y el creyente— explica su carácter singular. Como escribió el cronista Bernal Díaz del Castillo: “No hay soldado sin Dios, ni conquista sin misa”.

Valor y lealtad

El espíritu de camaradería fue una virtud cardinal entre los soldados españoles. En medio del hambre, las epidemias o la guerra, la amistad era sagrada. Muchos preferían morir junto a sus compañeros antes que salvarse solos:

Cuando Hernán Cortés y sus hombres cruzaron el desierto de Cholula, los cronistas cuentan que varios soldados renunciaron a sus porciones de agua para dárselas a los heridos, gesto que salvó vidas.

En la empresa de Francisco Pizarro, los célebres Trece de la Fama cruzaron la línea del compromiso en Panamá, dispuestos a acompañarlo hacia un destino incierto. “Yo soy para Dios y para el rey”, dijo uno de ellos, resumiendo el espíritu de toda una generación.

Durante la expedición de Pedro de Valdivia en Chile, hombres exhaustos compartieron las últimas raciones, y cuando Valdivia fue hecho prisionero, varios soldados intentaron rescatarlo sabiendo que morirían.

Estos actos de amistad y sacrificio muestran que, detrás de la armadura, había corazones nobles y dispuestos a la entrega total.

La cruz en la conquista

A diferencia de las conquistas de otras potencias europeas, la empresa española llevó consigo un ideal misionero. Los soldados no solo combatían, sino que también defendían a los frailes y acompañaban la predicación. En muchos casos, se les veía levantar iglesias y ayudar a los religiosos a enseñar la lengua española y la doctrina cristiana.

El mismo Cortés, antes de emprender batalla, mandaba erigir altares y celebrar misa. En su visión, la conquista no era solo del territorio, sino de las almas.

Ese sentido trascendente de la acción explica la profunda impronta cultural que España dejó en América: la lengua, la religión, la arquitectura y la mezcla de sangres que definieron la identidad del continente.

Humanidad y cultura

El soldado español no fue únicamente un combatiente. Muchos actuaron como exploradores, cronistas y fundadores de ciudades.

El propio Bernal Díaz del Castillo, soldado de Cortés, dejó una obra monumental: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, escrita con un lenguaje sencillo, humano y honesto, donde se transparenta el sufrimiento y la gloria del soldado común.

Otros, como Alvar Núñez Cabeza de Vaca, mostraron una humanidad excepcional al convivir con los pueblos indígenas, aprender sus lenguas y escribir sobre ellos con respeto. Su relato Naufragios es un testimonio extraordinario de compasión y resistencia.

Las sombras y la medida justa

Hubo abusos, sin duda: codicia, violencia y crueldad. Pero también hubo justicia, leyes y esfuerzos sinceros por enmendar errores. La Corona Española fue la única potencia europea que promulgó leyes para proteger a los indígenas —las Leyes Nuevas de 1542—, un gesto que nació de la conciencia moral de su propio pueblo y de las denuncias de hombres como Bartolomé de las Casas.

Los excesos existieron, pero no definen la totalidad del proceso. El conquistador español fue, en lo esencial, un portador de cultura y de fe, un hombre de carne y alma, con grandezas y miserias, pero capaz de fundar civilizaciones.

Así las cosas. “Entre la cruz y la espada” se jugó el destino de América. El soldado español encarnó esa tensión: entre la ambición y la devoción, entre la guerra y el espíritu, entre el pecado y la fe.

Su historia no puede ser contada solo desde la condena ni desde la idealización, sino desde la verdad humana: hombres valientes, profundamente religiosos, capaces de cometer errores, pero también de gestos heroicos, de amistad y de humanidad que hoy siguen asombrando.

Recordarlos así no es justificar sus faltas, sino reconocer su dimensión histórica y moral, y el papel decisivo que desempeñaron en la formación de un continente.

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