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Infancia secuestrada: El fracaso educativo de la revolución cubana

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Por Jorge L. León (Historiador e investigador)

(Las escuelas al campo)

Houston.- Lo de las escuelas al campo fue una de las estratagemas más calculadas y perversas del castrismo: utilizar la educación como instrumento de control político.

Bajo el ropaje de “formar al hombre nuevo”, la revolución cubana diseñó un sistema que, lejos de educar, deformó conciencias, fracturó familias y anuló la libertad de pensamiento.

La llamada “escuela al campo” y su versión más cruel, la “escuela en el campo”, constituyeron el experimento más violento contra la infancia cubana.

El objetivo oculto: sustituir a la familia por el Estado

El proyecto educativo revolucionario, supuestamente inspirado en ideales de igualdad y trabajo, escondía un propósito siniestro: restar la influencia familiar para moldear las mentes de niños y jóvenes bajo el dogma marxista.

El alejamiento de los estudiantes del hogar —por 45 días o más— fue la pieza clave de esa maquinaria de control. La familia debía dejar de ser el centro de formación moral para que el Estado totalitario asumiera ese papel. Pero, detrás de esa retórica heroica, se escondía el sufrimiento silencioso de miles de niños.

Muchos lloraban en las noches oscuras de los albergues, lejos del abrazo de sus padres, con un nudo en la garganta que ni el cansancio del día lograba disipar. Era el resquemor de una infancia arrancada de raíz, obligada a adaptarse a una disciplina que nada tenía de educativa.

¿Podría justificarse tanta crueldad? ¿Qué valores falsos podrían legitimar el dolor de un niño separado de su hogar para servir a una causa política?

El adoctrinamiento disfrazado de educación

Desde los primeros años del proceso, Fidel Castro comprendió que la educación era el canal más eficaz para perpetuar su dominio.

Las consignas no eran pedagógicas, sino políticas: “Estudio, trabajo y fusil”, “Seremos como el Che”, “El deber de todo joven es defender la revolución”.

Cada aula se convirtió en una trinchera ideológica, cada maestro en un comisario político, y cada libro en un vehículo de propaganda.

En las escuelas al campo, niños de apenas 11 o 12 años eran enviados a trabajar en cosechas de caña o tomates, levantándose a las 5:30 de la mañana y regresando exhaustos al anochecer.

El esfuerzo físico era presentado como “honor revolucionario”, pero la realidad era otra: explotación infantil, condiciones anti higiénicas y un deterioro profundo de la salud física y emocional.

Mientras tanto, en los internados rurales o “escuelas en el campo”, donde los jóvenes vivían separados de sus familias durante meses, la moral se derrumbaba. El aislamiento, la falta de supervisión y la influencia de un entorno cargado de ideología crearon un caldo de cultivo para el abuso, la corrupción y el desarraigo.

Muchos cubanos de esa generación recuerdan con tristeza esos años de imposición, miedo y falsa camaradería. No se trataba de aprender, sino de obedecer. No se trataba de enseñar ciencia o valores, sino de repetir consignas y simular entusiasmo.

El fracaso educativo fue absoluto: las escuelas no produjeron ciudadanos libres, sino súbditos dóciles.

La “nueva moral” y la pérdida de la ética

En lugar de cultivar el pensamiento crítico, se impuso una “nueva moral” donde la lealtad política valía más que la verdad o el mérito.

El joven ideal debía parecerse al Che, no por su sabiduría o compasión, sino por su obediencia y su desprecio al disenso.

Se destruyó la noción de familia como refugio moral, y en su lugar se impuso el Estado como tutor ideológico.

El resultado fue devastador:

• Generaciones enteras crecieron sin la presencia de sus padres, sustituidos por instructores partidistas.

• Se perdió el sentido de responsabilidad individual.

• La educación dejó de ser un derecho para convertirse en un mecanismo de control social.

Un fracaso monumental

Hoy, tras más de seis décadas de revolución, los resultados son inocultables. La educación cubana —que alguna vez fue orgullo de América Latina— está sumida en el deterioro moral, el éxodo docente y el adoctrinamiento vacío.

Las escuelas carecen de materiales, los maestros de esperanza, y los alumnos de futuro. La “escuela en el campo” fue, en definitiva, una fábrica de frustraciones. No sembró conocimientos, sino sumisión. No cultivó mentes, sino temores.

Y, sobre todo, arrebató la infancia de miles de cubanos, entregándola a un experimento político que jamás tuvo como fin educar, sino dominar.

Asi las cosas, aquellos niños que partieron entre lágrimas hacia los campos y los albergues, dejando atrás el olor del hogar, el beso de la madre y la voz del padre, nunca volvieron a ser los mismos.

Algo se quebró para siempre en su interior: la inocencia. Crecieron con la nostalgia como compañera y el silencio como refugio, porque en la revolución llorar era debilidad, y extrañar, una falta de fe en el futuro prometido.

Hoy, muchos de ellos —ya hombres y mujeres de canas y memorias— evocan esas noches de llanto contenido, el murmullo de los dormitorios, el hambre, el miedo, y aquel vacío que ninguna consigna llenó jamás.

Fueron víctimas de un proyecto que se atrevió a secuestrar la niñez en nombre de una utopía, sustituyendo el amor familiar por la obediencia política.

Y así, entre marchas, consignas y sudor de caña, se perdió una parte irrecuperable del alma cubana.
Porque un país que rompe el vínculo entre el niño y su hogar, entre el corazón y la ternura, destruye no solo a su familia, sino también a su futuro.

La historia no absuelve a quien roba la infancia. La historia, implacable, termina siempre dictando justicia.

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