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Por Ricardo Acostarana ()
La Habana.- Alguien que no me conoce, que no ha escuchado mi voz ni mirado mis ojos, que jamás ha escuchado el nombre de la ciudad donde vivo, que no podría ubicar o reconocer mi país en un mapa, ha pensado en mí.
Lo hace justo ahora y seguirá haciéndolo hasta que escriba el punto final de esta idea.
Esa persona ha ido en mi nombre, sin preguntarme, a todos los conciertos que me he perdido.
Se sigue bañando en las playas que sueño pisar algún día.
Ha comido y bebido los reels que me restriega en la cara el mundo real, el de ahí fuera.
Ha sido tan miserable, que ha escrito y dicho y gritado en mi nombre cosas que no puedo o no me atrevo a decir en este rincón del mapa que desconoce.
En mi caso, y he de decirlo antes del punto final de esta idea, enfermo en su nombre y en su nombre sobrevivo; pierdo la voz y la confianza, la autoestima, recurro a la súplica, a la ayuda humanitaria, a la empatía terminal.
Y no me curo, no me curaré, y no importa que sepa ubicar y reconocer cualquier país en un mapa.
Cualquier país menos el mío.
En el nombre de ese extraño que me piensa como una náusea profesional y experta, me pido calma, me alumbro con una vela y saboreo la pantalla de este móvil apenas sensitivo y nada dichoso.
Pienso en un nombre común para un extraño de tamaña relevancia.
Lo hago con el único propósito de no olvidarme de comprar más velas y un cubo para la lluvia, y un lugar en blanco en el mapa, o un nuevo mapa.