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Por Max Astudillo ()
La Habana.- En Cuba, se ha perfeccionado el arte de gobernar sin gobernar. Mientras el ciudadano de a pie se ahoga en una crisis multidimensional, el Estado ha desarrollado una habilidad pasmosa para un juego de manos: el de transferir sus responsabilidades constitucionales a las espaldas ya curvadas del pueblo.
La filosofía es simple y brutal: si un problema es de todos, no es de nadie, y si no es de nadie, ellos, los responsables últimos, quedan milagrosamente exentos de culpa y cargo. Han convertido la incapacidad en una doctrina y la dejadez en una política de Estado.
El primer y más evidente campo de experimentación es la economía. Ante la catastrófica escasez de papel moneda y la falta de recursos para imprimirlo, la solución genial no fue arreglar el problema de fondo, sino decretar la bancarización digital obligatoria.
Así, el peso de la crisis monetaria y la inflación se traslada de la esfera pública a la pantalla del teléfono de cada ciudadano, que debe lidiar con sistemas que no funcionan, cajeros que no existen, bancos que no trabajan, comisiones absurdas y la imposibilidad de acceder a su propio dinero.
El gobierno no soluciona la falta de efectivo; simplemente declara que el efectivo es el problema, y usted, el ciudadano, debe adaptarse o desaparecer.
Pero el gran traspaso no se detiene en la economía; también coloniza la política. Cuando la gestión local colapsa y la basura se acumula en las calles, la respuesta no es reforzar los servicios de recogida con medios y salarios dignos. Eso sería asumir la responsabilidad. La solución es hacer un llamado al trabajo voluntario, una tradición explotada donde el Estado pide tiempo y esfuerzo físico a quienes ya pagan impuestos para, precisamente, que el Estado se ocupe de eso.
Es un ciclo perfecto: ellos desmantelan el servicio, y usted, motivado por la pura necesidad de no vivir entre la inmundicia, hace el trabajo por ellos. La responsabilidad de tener una ciudad limpia deja de ser del gobierno y pasa a ser una carga moral del ciudadano.
La esfera más íntima, la familia, tampoco se salva de esta lógica. Recientemente, a través de medios oficiales, se ha amenazado con retirar la custodia a los padres que no inculquen «amor a la Patria».
En un movimiento maestro, el Estado, que es incapaz de garantizar la leche, el pan o la electricidad para esos mismos niños, se arroga el derecho de juzgar si los padres están educando correctamente a sus hijos en los valores que al régimen le convienen.
Es la forma definitiva de traspaso: si un niño no ama al gobierno, la culpa no es del gobierno que no le da de comer, sino del padre que no supo inculcar el amor a quien lo dejaba sin comida.
Este mecanismo tiene su corolario en la persecución al que señala el fracaso. Para asegurarse de que el traspaso de responsabilidades sea total, cualquier voz que lo cuestione desde el exterior debe ser silenciada. El nuevo Proyecto de Ley de Ciudadanía amenaza con privar de la nacionalidad cubana a quienes, desde el extranjero, realicen «actos contrarios a los altos intereses políticos, económicos y sociales de Cuba».
Es la jugada final: si usted, desde fuera, denuncia que el gobierno no recoge la basura, no imprime dinero o no genera electricidad, no está ejerciendo un derecho, sino cometiendo un delito que lo puede hacer dejar de ser cubano. El problema, otra vez, deja de ser la realidad y pasa a ser quien la nombra.
Al final, el mensaje es claro y cínico. Cuando la vicepresidenta dijo ante los apagones que la gente llevara «los televisores a donde haya corriente», estaba resumiendo toda una filosofía de gobierno. El Estado no existe para resolver los problemas; existe para administrarlos y, en última instancia, para transferirlos.
Ellos, los responsables, viven la vida en una burbuja de hoteles de Gaesa y viajes oficiales, mientras convierten la supervivencia del cubano en una serie de misiones imposibles y trabajos voluntarios. Han logrado lo aparentemente imposible: gobernar sin responsabilidad, vivir sin rendir cuentas, y convertir la crisis permanente en su mayor coartada.