
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Eduardo Mesa (Tomado de Fe de Vida)
Miami.- Aunque España es el único lugar del mundo donde olvido que soy un exiliado, siempre me provoca cierta consternación el monumento a Valeriano Weyler en Madrid.
La desconcertante figura de Weyler marcó nuestra conciencia nacional con su infame política de reconcentración, que provocó la muerte de cientos de miles de cubanos. Aunque las cifras varían según los historiadores —algunos estiman más de ciento setenta mil víctimas y otros hasta cuatrocientas mil—, lo cierto es que en aquellos campos de concentración pereció una parte considerable de la población, que entonces rondaba el millón seiscientos mil habitantes. Un cuarto del país fue aniquilado entre el hambre, las epidemias y la desolación, dejando una herida que aún supura en la memoria de la nación.
Nadie habría pensado que serían dos cubanos, Fidel y Raúl Castro, quienes emularían el afán aniquilador de Weyler, al punto de hacerlo palidecer. Cabe añadir, en justicia histórica, que la estrategia de la reconcentración, aunque inmoral, se justificaba en el propósito militar de derrotar al Ejército Libertador, no en el deseo de exterminar al pueblo. Lo de los Castro, en cambio, cada día que pasa, se revela más como un afán sistemático de aniquilación moral, espiritual y física de la nación cubana.
Miguel Díaz-Canel, el mascarón de proa del castrismo, se ha enfundado el uniforme verde olivo para amenazar a los cubanos que, como último recurso, bajan de sus casas en las calurosas noches pobladas de tinieblas y se sientan con sus hijos alrededor de una hoguera, como hacían antaño los primeros hombres. Se concentran en las llamas que espantan a los insectos y las alimañas, y que traen algo de luz a su tenebrosa y miserable existencia.
Hace unos días, alguien a quien respeto por su integridad y su solvencia intelectual me comentó su sospecha: los que gobiernan en Cuba están decididos a dejar morir de hambre a los cubanos. En un principio me rebelé ante su perspectiva, argumentando que no ganaban nada con ello. Debo reconocer que ha sido una ingenuidad de mi parte suponer alguna lógica en esa maldad que rige los destinos de la nación desde el primero de enero de 1959.
El mal no se atiene a los principios de la lógica, porque la lógica conduce a Dios. Y esos personajes niegan sistemáticamente todas las cosas que Dios representa; la lógica pertenece al orden del Logos, y el Logos conduce a Dios. La lógica, en su raíz más profunda, es reflejo del orden divino: por eso el mal, que es desorden, mentira y negación del bien, no puede someterse a ella. Lo que a veces confundimos con lógica —y nos ha invitado a errar con frecuencia en nuestros pensamientos y acciones durante el largo devenir de la Revolución cubana— no es otra cosa que la astucia y la soberbia del mal.
El cinismo de Díaz-Canel, de Marrero, del Cangrejo, del Tuerto y de toda esa banda de ladrones, secuestradores y asesinos resume el grado de descomposición moral y material al que ha sido llevada Cuba. No hay lógica en su pensamiento, no hay proyecto alguno, y más que una estrategia, lo hay es un aquelarre de maldad que no vacilará en ofrecer cuantos sacrificios humanos sean necesarios.
Los cubanos están en manos de unos asesinos. Y su indefensión debería conmovernos. Lo que está ocurriendo en Cuba es imposible de detener sin el uso de una violencia mayor que la que estos malnacidos están dispuestos a ejercer para mantener su macabra fiesta en marcha.
Aunque una intervención militar y humanitaria en Cuba no está en los planes de esta administración, nosotros —los cubanos— debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para que nuestros compatriotas reciban el auxilio y el apoyo que necesitan para derrotar a esos delincuentes y erradicar de raíz su perniciosa doctrina.
El tiempo corre contra nosotros, también contra ellos. Pero, a día de hoy, los que mueren y los que sufren la represión son los ciudadanos. Que Dios nos ayude a encontrar el camino. Que Dios nos dé el valor y la inteligencia para encontrar el camino de la libertad.