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Por Luis Alberto Ramirez ()Katungo
El 27 de septiembre de 2025, en Nueva York, el canciller cubano Bruno Rodríguez Parrilla volvió a hacer lo que mejor sabe: mentir con aplomo y sonrisa diplomática. Desde la tribuna internacional, habló del “éxito del socialismo cubano” como si el país que representa fuera un ejemplo de prosperidad, igualdad y derechos humanos. Lo dijo sin rubor, convencido de que los que lo escuchaban no conocen la realidad cubana, o peor aún, que no les importa.
Pero la verdad no se esconde detrás de un discurso. La verdad está en las calles de La Habana, en los hospitales colapsados, en las escuelas donde se enseña a repetir consignas y no a pensar, en los hogares donde el pan es un lujo y el silencio, una forma de supervivencia. Esa es la Cuba real, no la de las estadísticas maquilladas ni la de los aplausos forzados en los organismos internacionales.
Bruno Rodríguez habló con orgullo del sistema educativo cubano. Dijo que la enseñanza en la Isla es gratuita y universal. Lo que no dijo es que esa gratuidad tiene un precio: la libertad de pensamiento.
En Cuba, la educación es un proceso de adoctrinamiento desde la infancia. Se enseña a venerar al régimen, a idolatrar la figura de Fidel Castro, y a repetir, como una oración, que la Revolución es perfecta. Quien no se alinea, quien pregunta demasiado o piensa distinto, queda fuera del sistema. Las universidades son para los revolucionarios, se jactan internamente.
De la medicina gratuita también habló el canciller, con ese tono de quien se sabe dueño de una verdad incuestionable. Pero la realidad médica cubana está en ruinas. Los hospitales carecen de los recursos más básicos, los medicamentos desaparecen y los doctores, mal pagados y sobreexplotados, sobreviven gracias a lo que pueden conseguir fuera del sistema.
Los “servicios gratuitos” terminan siendo un lujo pagado bajo la mesa, y las farmacias, cuando tienen algo, venden medicinas importadas a precios inalcanzables. Lo demás se busca en el mercado negro, ese que el propio régimen finge no ver, pero del que depende para que el país no colapse del todo.
Rodríguez Parrilla también se permitió hablar de “democracia socialista”, una expresión que ya suena a ironía. Porque en Cuba, la democracia es un decorado: un partido único que propone, elige y designa. No hay debate, no hay disidencia, no hay alternativa.
Las elecciones son un acto simbólico, un ritual de obediencia al Partido Comunista. Los candidatos surgen de los mismos círculos de poder, y los resultados, como en todo teatro mal montado, se conocen antes de que caiga el telón.
Todas las políticas sociales del régimen son nominales, existen en el papel, pero no en la vida. Son parte del maquillaje ideológico que La Habana muestra al mundo, una fachada cuidadosamente construida para ocultar el derrumbe interior.
El gobierno cubano exporta médicos, no por solidaridad, sino por dinero. Exporta educación, no por cultura, sino por propaganda. Exporta ideología, mientras importa miseria.
Bruno Rodríguez puede hablar durante horas y repetir mil veces las mismas frases gastadas, pero no puede cambiar la realidad. No puede convertir en “logro” la pobreza ni en “modelo” la represión.
La verdad es que Cuba no es un logro del socialismo, sino su prueba más evidente de fracaso. Un país donde se castiga el pensamiento libre, donde se disfraza la miseria con discursos y donde cada mentira oficial cuesta una vida digna.
El canciller habló como si nadie supiera, como si el mundo aún creyera. Pero fuera de sus palabras, hay millones de cubanos que ya no creen en nada, y que solo esperan el día en que decir la verdad no sea un acto de valentía, sino de normalidad.