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Manifiesto Comunista: ideas muertas frente a la crítica moderna de la economía

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Por: Jorge L. León (Historiador e investigador)

Houston.- En plena era del capitalismo globalizado y sus crisis recurrentes, el Manifiesto Comunista se presenta hoy menos como hoja de ruta revolucionaria y más como reliquia histórica: un panfleto cuya fuerza retórica parece derivada menos de su veracidad empírica que de su valor simbólico.

Tras décadas de avances científicos, dinámicas económicas complejas y refutaciones rigurosas por parte de académicos —incluidos algunos galardonados con el Nobel de Economía— sus tesis fundamentales se han visto confrontadas por datos, teorías alternativas y realidades imprevistas.

Cuando Marx y Engels lo publicaron en 1848, el texto aspiraba a condensar las claves del destino humano: la lucha de clases como motor de la historia, la inevitabilidad del derrumbe capitalista, la dictadura del proletariado como tránsito hacia una sociedad sin clases y la abolición de la propiedad privada de los medios de producción. Más que un tratado teórico, fue escrito como proclama de combate, pensado para incendiar conciencias. Esa fue, precisamente, su mayor virtud y también su límite: nació panfleto y panfleto murió.

El paso del tiempo mostró que sus diagnósticos no resistían la prueba de la realidad. El capitalismo no se autodestruyó, sino que se transformó. Las sociedades no quedaron atrapadas en la simplificación de burgueses y proletarios, sino que vieron emerger nuevas clases medias, movilidad social e incluso Estados que regularon excesos y ampliaron derechos. La revolución tecnológica, imposible de prever por Marx, multiplicó la productividad y abrió horizontes desconocidos para la vida humana.

La distancia ente profecía y realidad

Los economistas modernos, muchos de ellos premios Nobel, fueron contundentes en sus críticas. La ausencia de precios libres hacía imposible la coordinación racional de recursos, como ya señalaron desde la Escuela Austríaca. Paul Samuelson advirtió que las economías planificadas sofocan la innovación al destruir el incentivo personal. Joseph Stiglitz, crítico de los abusos del capitalismo, no dudó en reconocer la ineficiencia y el autoritarismo de los sistemas comunistas. La gran predicción de Marx —una masa de trabajadores cada vez más empobrecida— fue desmentida por los hechos: en vez de pauperización creciente, lo que se produjo fue una expansión inédita de riqueza y bienestar en vastas regiones del mundo.

La distancia entre profecía y realidad se hizo insalvable. Allí donde se intentó aplicar las recetas del Manifiesto, lo que emergió fueron regímenes represivos y economías devastadas: la URSS, Cuba, Corea del Norte o Venezuela. En contraste, el capitalismo, con todos sus defectos, mostró una capacidad de adaptación que permitió mejorar condiciones de vida, ampliar libertades y sostener un dinamismo que el comunismo jamás pudo replicar.

Hoy el Manifiesto Comunista solo tiene valor como documento histórico. Puede estudiarse como pieza clave del pensamiento del siglo XIX, pero no como propuesta viable. Su retórica de consignas se convirtió en dogma, y su aplicación práctica dejó tras de sí cárceles políticas, pobreza y un vaciamiento moral de sociedades enteras. Es, en esencia, un texto de museo: testimonio de un sueño que se volvió pesadilla.

El veredicto de la historia y de la ciencia económica es inequívoco. Lo que Marx y Engels imaginaron como el futuro inevitable de la humanidad terminó reducido a un recuerdo incómodo: ideas muertas que aún sirven para advertirnos de los riesgos de confundir la propaganda con el análisis y la consigna con la verdad.

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