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Por Luis Alberto Ramirez ()
Después del triunfo de la revolución cubana en 1959, el régimen de La Habana prometió a su pueblo un futuro de prosperidad, justicia y dignidad. Más de seis décadas después, la realidad no podría estar más alejada de aquella utopía. La Isla ha roto todos los récords de necesidad en el mundo moderno, convertida en un lugar donde la sobrevivencia cotidiana depende más de la resistencia del pueblo que de la eficiencia de un sistema diseñado para fracasar.
Con la caída del “castillo de naipes” soviético en los años noventa, la supuesta fortaleza socialista cubana quedó desnuda ante sus propias carencias. Todo aquello que sostenía la imagen propagandística del modelo revolucionario se derrumbó como una bola de plomo que rueda por un despeñadero. Desde entonces, la vida en Cuba ha sido un constante proceso de deterioro, disfrazado de resistencia y justificado por el discurso oficial de la “continuidad”.
Recuerdo, desde la infancia, cómo en La Habana Vieja los habitantes cargaban agua potable en carretillas para abastecer sus hogares. En aquella época, al menos los acueductos funcionaban y las tuberías, aunque viejas, todavía cumplían su cometido. Hoy la situación es insostenible: el sistema de suministro de agua está tan dañado que tiene más salideros que servicio real. Hay zonas del país donde simplemente no existe agua corriente; en su lugar, los camiones cisternas deberían suplir la demanda, pero la falta crónica de combustible ha convertido esa alternativa en otro fracaso. El agua, fuente esencial de vida, se ha transformado en privilegio.
Durante décadas, el régimen se vanaglorió de su sistema de salud como “joya de la corona”. Hoy no es más que un recuerdo manipulado por la propaganda. Los hospitales carecen de insumos, de medicamentos y hasta de personal calificado, pues los mejores profesionales son exportados en “misiones” que benefician únicamente al gobierno. El paciente cubano enfrenta pasillos desbordados, falta de higiene y la obligación de buscar lo indispensable, desde un analgésico hasta una gasa, por cuenta propia.
La educación, que en otro tiempo se presentó como un modelo de orgullo revolucionario, arrastra las mismas penurias. Escuelas en ruinas, maestros mal pagados y un sistema diseñado más para adoctrinar que para enseñar. La alimentación, por su parte, sigue siendo un campo de batalla cotidiano: los mercados están desabastecidos, las colas interminables y el hambre se disfraza con consignas.
Mientras tanto, el régimen de La Habana se concentra en lo único que realmente le importa: el poder. Crear apariencias, sostener narrativas y repetir sin cesar el concepto de “continuidad” son las prioridades. Todo lo demás, el hambre, la falta de agua, la crisis eléctrica, la represión, se reduce a problemas secundarios, como la cola de un papalote que sigue al capricho del viento.
Cuba es hoy un país atrapado en un ciclo de decadencia, donde las necesidades básicas se han convertido en lujos y donde la libertad es un concepto prohibido. El pueblo vive entre la resignación y la esperanza, mientras el gobierno insiste en repetir lo mismo una y otra vez: un proyecto agotado que no da soluciones, solo consignas mal gritadas e hipócritas de apoyos mal pagados.