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Hans el Listo: cuando el verdadero experimento éramos nosotros

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En 1904, en un establo de Berlín, Europa entera hablaba de un prodigio: Hans, el caballo que sabía contar, leer la hora y hasta deletrear palabras golpeando con su casco en el suelo.

Su dueño, el maestro jubilado Wilhelm von Osten, estaba convencido de que con paciencia podía enseñar a los animales a pensar como niños. Y Hans parecía demostrarlo: resolvía sumas, identificaba personas en fotos e incluso respondía cuando von Osten no estaba presente.

La fascinación fue tal que médicos, psicólogos y hasta comisiones de la Academia Prusiana de Ciencias acudieron a examinarlo. El informe oficial descartó cualquier engaño: Hans no era un truco de feria, era, según parecía, un animal pensante. El mundo científico temblaba: ¿y si la frontera entre el pensamiento humano y el animal se había roto?

Pero unos meses después, el joven investigador Oskar Pfungst descubrió la clave. Cuando nadie en la sala conocía la respuesta, Hans también fallaba. Y si le tapaban los ojos, no podía responder. No era que el caballo supiera matemáticas, sino que había aprendido a leer las señales involuntarias de las personas: un cambio de postura, un gesto de alivio, una mínima expresión. Hans se detenía justo cuando percibía esas microseñales, sin que nadie fuera consciente de darlas.

De allí nació el concepto del “Efecto Hans el Listo”, que todavía hoy es fundamental en la ciencia: la certeza de que, sin controles adecuados, el investigador puede influir inconscientemente en el resultado de un experimento.

Von Osten nunca aceptó esta verdad. Murió convencido de que su caballo sabía pensar. Pero la lección quedó grabada: a veces no son los animales quienes nos engañan, sino nuestras propias expectativas y deseos de creer. (Tomado de Datos Históeicos en Facebook)

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