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Por Max Astudillo ()

La Habana.- Hay gobiernos que pueden con todo, menos con la noche. Pueden controlar el día, las calles, las palabras públicas, incluso los pensamientos a plena luz; pero cuando cae el sol y se enciende el primer ruido de una cazuela en la penumbra, ese poder de cartón se resquebraja.

En Cuba, lo saben. Lo saben los vecinos que, en los últimos días, han convertido sus balcones en trincheras y sus utensilios de cocina en armas de protesta. Un cacerolazo no es solo un estruendo: es la prueba de que el miedo ha cambiado de bando. Es el sonido de la impotencia ciudadana cocinada a fuego lento, que de repente estalla en la oscuridad.

El régimen puede arrestar a una persona, pero no puede detener el eco de mil cacerolas golpeando al unísono en la noche habanera.

Ver vídeo: (https://www.facebook.com/groups/1313211263071068/?multi_permalinks=1460366725022187&notif_id=1759483889943169&notif_t=group_activity&ref=notif)

La eficacia represiva del Estado cubano es envidiable para cualquier dictadura. Tiene mecanismos legales para criminalizar el disenso, fuerzas de seguridad entrenadas para disolver manifestaciones, y una maquinaria capaz de encarcelar a cientos en cuestión de horas.

Pero, ¿qué hace un gobierno cuando el enemigo no es una multitud compacta en una plaza, sino un rumor sordo que surge de las casas? ¿Cómo se reprime un sonido que se multiplica en la oscuridad? La historia demuestra que los cacerolazos son el recurso de los que ya no tienen nada que perder, y por eso son tan difíciles de extinguir. Cuando un ciudadano descubre que su propia olla es un instrumento de libertad, ya no hay decreto ley que pueda callarlo.

Chile y Argentina saben de cacerolazos

Esto no es una teoría; es una lección que ha recorrido el mundo. En Chile, los cacerolazos nacieron como protesta de sectores acomodados contra Salvador Allende, pero luego fueron apropiados por los sectores populares para desafiar la dictadura de Augusto Pinochet.

La primera gran manifestación contra Pinochet en 1983 fue, precisamente, un cacerolazo masivo. La gente, ante el riesgo de una matanza en las calles, optó por hacer sonar sus cazuelas desde sus hogares, y ese ruido constante ayudó a minar los cimientos del régimen. No fue un acto aislado, sino una campaña de desgaste sonoro que demostró que la resistencia no necesitaba líderes visibles para ser efectiva.

Argentina vivió su punto de inflexión en diciembre de 2001. Allí, el famoso «cacerolazo» contra el presidente Fernando de la Rúa y el «corralito» financiero reunió a una ciudadanía heterogénea y desesperada. La represión fue violenta, pero las cacerolas no se detuvieron; sonaron en los barrios ricos y en los humildes, creando una sinfonía del descontento que terminó por derribar al gobierno.

El caso es emblemático porque muestra cómo este repertorio de protesta logra unir a distintos sectores sociales en torno a una demanda común, sin necesidad de estructuras partidarias ni discursos grandilocuentes. El mensaje era simple, claro y universal: ya basta.

Ya dimos el primer paso: la noche espera

Incluso en Islandia, un país lejano y aparentemente ajeno a las convulsiones latinoamericanas, las cacerolas demostraron su poder. Durante la crisis económica de 2008-2009, los ciudadanos salieron a golpear sus ollas, y las protestas llevaron a la caída del primer ministro.

El cacerolazo es, por tanto, un lenguaje global de indignación. No requiere de una logística compleja, ni de permiso estatal, ni de una ideología concreta. Solo necesita de la decisión individual de hacer ruido y la valentía de sumarse al coro colectivo. Por eso es tan temido por los gobiernos autoritarios: porque convierte a cada ciudadano en un manifestante potencial y a cada ventana en un altavoz.

Lo que ha sucedido en La Habana estos días es la semilla, pero no basta con toques aislados. La historia enseña que la efectividad de los cacerolazos depende de su masividad y persistencia. Un golpe solitario es una anécdota; miles de golpes simultáneos son una estrategia.

Para que la noche y las cazuelas derroten al miedo, el sonido debe ser ensordecedor, debe repetirse y debe expandirse hasta que el régimen entero vibre con el ruido de sus propias mentiras. Los cubanos ya hemos dado el primer paso, el más difícil: romper el silencio. Ahora, la pregunta es si ese tintineo valiente logrará convertirse en un estruendo imparable. La noche, cómplice y testigo, espera.

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