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Por Eduardo González Rodríguez ()
Para Cristina Obin
Santa Clara.- Una vez el actor Rogelio Blain me puso la mano en la cabeza. Fue un acto rápido, casi al descuido, al que no le presté demasiada atención básicamente por dos razones de fuerza mayor. La primera es que yo era muy pequeño.
Tenía en ese entonces siete u ocho años y era uno más de aquella tropa de muchachos de barrio que mirábamos como hipnotizados a más de diez actores que estaban de pie sobre la cama de un camión en el reparto 31 de Santa Clara.
Creo que hacían una gira nacional para que el pueblo los viera en persona y pudieran preguntarles algunas cosas, además de aplaudirlos como se merecían.
La televisión en esa época era era un suceso maravilloso, y más que maravilloso era el espacio Aventuras de las siete y medía de la noche. Aunque era una época de pocos televisores, uno se las arreglaba para ir a la casa de fulano o de mengano para no perderse un capítulo.
Por increíble que parezca, las salas que tenían un televisor parecían cines por media hora. Y si las aventuras eran de espadas, todos teníamos una espada de madera, si eran de tiroteo, nos fabricabamos una ametralladora con la pata de una mesa o inventábamos un revolver con cualquier cosa. Si el tema eran los arcos y las flechas, todos éramos Robin Hood o Guillermo Tell.
La segunda razón por la que no le presté demasiada atención a la mano del actor en mi cabeza, fue porque estaba embobado observando la sonrisa y los ojos relucientes de la mujer más linda de Cuba. Hablo de Cristina Obin. Hablo de El capitán Tormenta.
En esa época no había muchacho de barrio que no estuviera enamorado de ella, que no soñara con ella. Además de hermosa, su personaje tenía tanto valor, tantas virtudes y tanta entereza, que su sola presencia era más importante y necesaria que cualquier juguete básico, no básico o dirigido. ¡Qué importante es la presencia, señores! ¡Qué importante! Y claro, con una presencia de ese calibre, uno quería tener valores, virtudes y entereza suficientes para ser digno de sostenerle la mirada, o de tocarle una mano, o ser de los dichosos que pudieron darle un beso.
Quizás por todo eso, cuando se acababan las aventuras, uno quería enfrentar algún reto que nos hiciera lucir valientes, amigo de los amigos, defensores de las damas y dadivosos con él prójimo. Éramos niños pobres, de barrio, es verdad, pero esos personajes nos inspiraban un comportamiento ético que nos siguió acompañando a lo largo de la vida.
Luego, con los años y los amigos adecuados, terminé interesándome por las cosas del arte, sobre todo por el teatro. Tal vez por por eso -y por darle significado a esos pequeños detalles intrascendentes que son el único tesoro de los pobres- supongo que ese segundo en que la mano de Rogelio Blain estuvo sobre mi cabeza, fue una especie de premonición, algo así como un bautizo.
Si alguien cree que no lo fue, que es una simple tontería de un cerebro alucinado, tendrá que responderme más de diez preguntas. Y, francamente, no creo que los negacionistas tengan argumentos suficientes.
Sé que del olvido no hay regreso, a menos que, en medio de una noche oscura, como esta, uno reviva la emoción de aquel día con la nitidez absoluta del hoy, del ahora.
Ver otra vez a Cristina Obin, a Tony Delgado, a Rogelio Blain, en la memoria, es la única manera que tengo de asegurar que gracias a eso, gracias a ellos, tuve una infancia feliz, aunque nunca haya besado a El capitán Tormenta, aunque aquella mano sobre mi cabeza haya pasado casi desapercibida por culpa de la sonrisa y de los ojos relucientes de Cristina.
A ellos, a todos, estén donde estén, el agradecimiento de un pueblo que los ama.