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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- En La Habana ya no se habla de política. Se habla del agua. O de la falta de ella. Antes, en esta ciudad que se cae a pedazos, el agua llegaba cada tres días. Luego cada siete. Después cada diez. Ahora, en muchas partes, es un fantasma. La gente guarda el agua en bidones, en cubos, en botellas de plástico, en lo que sea. Esperan como se espera a un ser querido que nunca llega. Y mientras esperan, miran hacia El Vedado, donde se alza la Torre K, el nuevo hotel que se bebe toda el agua del barrio. Es una metáfora perfecta del régimen: la sed de unos pagando el lujo de otros.
En las partes bajas de El Vedado, el grifo es un adorno. Una pieza de museo. La Torre K, con su ambición de cemento y cristal, acapara el flujo, desvía la vida. Los vecinos miran hacia arriba, hacia esa torre que brilla de noche, y maldicen en silencio. O a lo bestia, pero dentro de casa, con las ventanas cerradas. El agua, que antes era un derecho, ahora es un privilegio. Y el privilegio, aquí, tiene dueño.
Ver vídeo: (https://www.facebook.com/eduardo.diazdelgado.9/videos/2282153278885235)
Pero La Habana es casi un lujo comparado con el interior. En los pueblos, la gente sobrevive con pozos artesianos que suelen estar al lado de las fosas sépticas. No hay sistemas de tratamiento. No hay filtros. El agua huele a muerte y sabe a resignación. Los niños beben de eso. Las mujeres cocinan con eso. Los hombres riegan sus miserables huertos con eso. Es el ciclo de la decadencia: bebes tu propia mierda porque no hay otra cosa. El régimen llama a esto «resistencia». Pero es pura biología: la gente sobrevive a pesar de todo, a pesar de ellos.
En otros sitios, el agua no llega ni en pozos. Allí, las familias salen con bueyes o caballos, con carretas y bidones vacíos, a buscar el agua a kilómetros. Son caravanas de la sed. Imágenes de otro tiempo, de otro mundo, pero son de ahora, de esta Cuba que se muere de sed en medio del mar. El sol cae a plomo sobre ellos. Los animales avanzan lentos, como si supieran que llevan el peso de la vida misma. Y al fondo, siempre, la sombra de un país que prometió el paraíso y entregó el desierto.
La gente aguanta los apagones. Aguanta la falta de comida. Aguanta la mentira constante. Pero no aguanta la sed. La sed es lo último. Lo más primitivo. Cuando un niño te pide agua y no tienes qué darle, algo se rompe para siempre. Algo se quiebra en el alma de la gente. Y ese quiebre es más peligroso que cualquier protesta, que cualquier consigna política. Porque es un quiebre íntimo, personal, que no se olvida.
El castrismo sobrevivió a invasiones, a embargos, a crisis económicas. Sobrevivió incluso al derrumbe de su propio mundo. Pero no sobrevivirá a la sed. No sobrevivirá al grifo seco, al pozo contaminado, al niño que llora por un vaso de agua limpia. El agua, silenciosa, constante, gota a gota, está horadando los cimientos del régimen. Y cuando caiga, no será con un estruendo, sino con el sonido seco de un grifo que no suelta ni una gota más.