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Por Datos Históricos
La Habana.- En la Inglaterra de 1910, en un pequeño pueblo cubierto de hiedra y calles adoquinadas, vivía una joven llamada Eleanor. Tenía el hábito de escribir poemas que nadie leía, de vestir encajes sencillos y de llevar siempre los dedos manchados de tinta. Pero no era su pluma lo que más la distinguía, sino la presencia constante de un compañero silencioso: un gato blanco al que llamó Marble.
Había llegado a su vida en una tarde de lluvia, abandonado en una cesta de mimbre en la puerta de su casa. Eleanor lo miró y susurró: «Entonces, nos haremos compañía para no sentirnos solos». Desde ese instante, fueron inseparables. Mientras ella escribía, Marble jugaba con la pluma; mientras ella paseaba con su sombrilla, él corría entre lavandas y mariposas.
Los aldeanos los conocían como “la señora y su gato, dos corazones con un solo destino”. Pero detrás de la dulzura había un dolor callado. Eleanor había perdido a su prometido en la guerra, y aunque nunca vistió de luto, sus ojos lo llevaban consigo. Marble se convirtió en su refugio: dormía sobre su pecho cuando lloraba y la acompañaba cuando el silencio era insoportable.
Una mañana de invierno, Eleanor no despertó. La hallaron con un cuaderno abierto en el regazo y una última dedicatoria escrita:
«Para quien se quedó,
quien no pidió nada y me dio todo,
eres mi amor más querido,
en piel y silencio.»
Marble no la abandonó. Pasaba los días junto a su tumba, bajo el cerezo que ella tanto amaba. Cada primavera, volvía allí, como si esperara el regreso imposible. Hasta que una mañana también él descansó para siempre, enterrado a su lado.
Los vecinos juraban que, al pasar por el jardín, aún se escuchaba un leve ronroneo en la brisa y el aroma de lavanda flotando en el aire.
Dos corazones. Una sola alma. Juntos otra vez, para siempre.