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La muerte del último Castro y la guerra por las migajas

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Por Max Astudillo ()

La Habana.- La noticia de la muerte de Raúl Castro, cuando se confirme, será como un terremoto que solo se siente en los pisos altos. Abajo, en la calle, la gente seguirá haciendo cola para el pan, mirando de reojo la televisión que anunciará el deceso con música fúnebre y palabras grandilocuentes.

Lo importante, sin embargo, no ocurrirá ahí. Lo importante será esa lucha sorda que empezará en los despachos de la Seguridad del Estado, en las oficinas de GAESA, en las salas donde se reparte lo que queda del botín de una revolución que hace tiempo dejó de serlo para convertirse en un negocio familiar. La muerte de Raúl no será el fin de nada, pero sí el principio del reparto final.

Cuando murió Fidel, ya vimos el manual. La familia Castro Espín –los hijos de Vilma– actuó con la eficacia de una mafia siciliana: desplazaron a los Castro Ruz, borraron a Antonio él médico del béisbol y las discotecas- de la foto oficial y dejaron que Fidelito se suicidara en el más absoluto de los silencios.

Fue un reacomodo brutal, pero ordenado. Ahora, sin embargo, no hay un patriarca que pueda imponer orden. Raúl era el último pegamento que mantenía unida a esta élite de generales y herederos. Sin él, la guerra será por las migajas: quién controla los hoteles, quién se queda con las importaciones, quién maneja la represión.

Solo otra forma de esperar

El problema es que los nuevos actores –el Cangrejo, Sandro Castro y esa generación de hijos que nunca sudaron en una guerrilla– no tienen ideología alguna. Su única revolución es el confort. Y los dólares, por supuesto. Mientras los viejos generales aún hablan de socialismo (aunque sea para justificar sus privilegios), estos herederos ni siquiera se molestan en fingir.

Para ellos, Cuba es un negocio que se hunde, y su único interés es salvar su parte del botín antes de que el barco termine en el fondo. Esta desconexión total con cualquier proyecto de país es, quizás, la mayor vulnerabilidad del régimen.

A nivel internacional, nadie llorará a Raúl. China, Rusia, incluso los empresarios españoles, estarán demasiado ocupados calculando con qué facción les conviene aliarse. El pueblo cubano, una vez más, será moneda de cambio en una negociación que no lo incluye. Ya pasó con el «deshielo» de Obama, pasó con la pandemia, y volverá a pasar: la geopolítica se impondrá sobre las necesidades de una población que lleva décadas esperando un cambio que nunca llega.

Lo más triste es que, mientras la cúpula se reparte los restos, el pueblo seguirá atrapado en la misma miseria. La muerte de Raúl no traerá libertad, ni democracia, ni siquiera alivio económico. Solo cambiarán los nombres en los cargos. La misma dictadura, con distintos verdugos. La misma pobreza, con nuevos administradores. Y la esperanza, si es que queda alguna, no estará en la muerte de un anciano, sino en que esa guerra interna acelere lo único que puede cambiar las cosas: el colapso definitivo del sistema.

Al final, Raúl Castro se irá como vivió: en la opacidad. Y Cuba seguirá siendo ese país donde las muertes importan menos que las supervivencias. Donde el fin de una era no es el inicio de otra, sino la misma pesadilla con distinto nombre. Veremos, sí. Pero no esperemos mucho. La historia de Cuba es la de una espera interminable. Y esta muerte, quizás, sea solo otra forma de esperar.

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