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Por Lara Crofs ()
La Habana.- Hoy vamos a hablar sobre uno de los mayores sueños húmedos de la Revolución, protagonizado por su artífice mayor, que nunca llegó a su clímax: la Base Nuclear de Juraguá, en la provincia de Cienfuegos.
Esta es una de esas historias que, por más que se intente sepultar, siempre resurgen; pienso que por lo catastrófico de su resultado y porque aún siguen ahí, como testigos históricos para recordarnos el costo de la megalomanía de un hombre y sus consecuencias. La Estación Nuclear de Juraguá no fue solo un fracaso técnico; fue un fracaso político y social que refleja la necesidad de una crítica profunda al modelo de gestión cubano, que sigue priorizando las grandes apuestas ideológicas sobre las necesidades reales de la gente. En Cuba, lo que más abunda no son los proyectos que se concretan, sino los que se desmoronan bajo el peso de la ineficiencia, el centralismo y la soberbia.
Aquí tenemos un proyecto que consumió más de 1.100 millones de dólares sin jamás ver la luz. ¿Cuántos proyectos de salud, educación o infraestructura básica podrían haberse financiado con ese dinero? ¿Cuántos problemas del pueblo de a pie podrían haberse resuelto con los recursos destinados a ese sueño nuclear que nunca fue más que una ilusión de grandeza?
Desde el principio, Juraguá estuvo condenado a fracasar. Fidel Castro Díaz-Balart, un hombre brillante, sí, pero también parte de esa burbuja de poder que no se conectaba con la realidad, dirigió este proyecto con una visión cegada por el modelo soviético. Se pensó que replicar el éxito de Chernóbil en Cuba era una cuestión de voluntad política, sin evaluar las limitaciones estructurales del país. La isla no tenía la capacidad financiera, no tenía la infraestructura adecuada ni mucho menos la independencia tecnológica para llevar a cabo un proyecto de tal magnitud; sin embargo, el dinero siguió fluyendo hacia una utopía atómica que nunca iba a materializarse.
Chernóbil, en 1986, fue el primer golpe a la credibilidad de un programa nuclear que ya tenía fisuras evidentes. Pero no bastó. El régimen, con su visión de futuro socialista glorioso, decidió seguir adelante con la construcción, ignorando las advertencias del mundo y, lo peor de todo, ignorando las voces internas que veían las señales de la desviación de los recursos hacia proyectos irreales. Y cuando finalmente la URSS se desplomó en 1989, Cuba quedó desamparada, sin la ayuda soviética que sostenía la obra. Entonces vino el colapso total.
Es aquí donde la irresponsabilidad política se convierte en una traición social. Con la caída del bloque soviético, Cuba quedó sola, pero más allá de las dificultades económicas de la época, lo que realmente importa es cómo la falta de previsión y la obsesión por los grandes proyectos emblemáticos dejaron al pueblo cubano en la miseria. Los recursos que se perdieron en Juraguá no solo fueron dinero malgastado, sino también una oportunidad perdida para resolver problemas urgentes y cotidianos: el hambre, la falta de medicinas, la crisis de transporte, las viviendas precarias.
El fracaso de Juraguá no fue solo un accidente; fue el reflejo de una política equivocada que no escucha al pueblo, que no mide las repercusiones de sus decisiones. La central nunca funcionó, pero la Ciudad Nuclear, la que se pensó para los trabajadores, sigue en pie. Allí, miles de familias se asentaron, como si ese símbolo del fracaso tuviera que seguir existiendo, como una macabra paradoja de la Revolución. Hoy, la Ciudad Nuclear, como un testigo olvidado, se ha convertido en una zona rural en la que sus habitantes sobreviven a duras penas, mientras que los sueños de progreso quedaron enterrados bajo el peso de un proyecto inconcluso.
Esto no es solo una lección sobre tecnología y energía nuclear; es una lección sobre gestión política y social. En Cuba, se sigue haciendo política de altura, pensando en grandes obras que nunca se concretan, o se concluyen pero no hay resultados que ayuden al pueblo, y las necesidades urgentes siguen siendo ignoradas. Esa desconexión entre los proyectos grandiosos y las realidades de la gente sigue siendo una de las principales fallas estructurales del sistema cubano.
Juraguá es el rostro de la ineficiencia, del despilfarro, y sobre todo, de la falta de humildad para reconocer que un país no puede construir su futuro a base de ilusiones de poder. Un proyecto como ese solo puede sobrevivir en un sistema que prefiere la propaganda antes que la gestión efectiva. Al final, lo único que quedó de esa promesa nuclear fueron escombros, y con ellos, la evidencia de que a veces el progreso que se busca no está en las grandes obras, sino en lo que se hace para mejorar la vida de las personas día a día.
En el 2025, seguimos mirando al pasado y preguntándonos: ¿qué podría haber sido de Cuba si se hubieran invertido esos millones en proyectos más humildes, pero realmente efectivos? ¿Cuántos miles de cubanos podrían haber tenido acceso a una educación de calidad, a un sistema de salud digno, a una vida mejor, si los recursos no hubieran sido desperdiciados en proyectos tan ajenos a las necesidades reales de la gente? La historia de Juraguá debería ser un recordatorio constante.
Es hora de cambiar el rumbo. Espero que este pueblo, cansado de tanta promesa grandilocuente y de tener que pagar con su vida cada descalabro, nunca más se deje adormecer con cantos de sirenas grandilocuentes, sin que se tengan en cuenta las necesidades básicas como primer renglón a cubrir para el bienestar de una nación digna.
No puedo dejar de pensar en estos momentos precisos en la flamante y horripilante Torre K, otro monstruo en el que destinaron millones, que sigue consumiendo millones (porque mantener un hotel de ese calibre es costosísimo) y que aún nunca ha estado cubierto a más del 15% de su capacidad. A sus pies, una Habana vetusta languidece a diario, conjuntamente con sus habitantes, abandonados a su suerte, por un gobierno que hace muchísimo tiempo dejó de importarle su pueblo.
La imagen me la donó El Estanque De Clarias; no puede retratar mejor el contexto.