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Por Yoyo Malagón ()
Madrid.- En España, el fútbol no es un deporte: es un teatro donde el guion lo escriben los árbitros según el color de la camiseta. La prueba más clara es la historia reciente del Real Madrid, un equipo que no solo juega contra once rivales, sino contra el hombre del silbato.
Basta comparar lo que le pasó a Vinicius el año pasado en Mestalla y lo que no le pasó a Gavi en el Bernabéu. El brasileño vio la roja por un empujón a Dimitrievski, tras el cual se le podía haber regalado un Óscar al arquero, y el blaugrana se fue de rositas después de derribar a Ceballos con una violencia que parecía sacada de un ring de boxeo. La diferencia no está en la acción, sino en el protagonista: uno es Vinicius, el otro es Gavi. Uno juega en el Madrid, el otro en el Barça. Ahí termina el análisis.
Pero el problema no es solo el clásico. Es sistémico. La temporada pasada, el Madrid fue el equipo más sancionado con tarjetas rojas (7), mientras el Barcelona recibió solo 3, a pesar de ser el conjunto con más faltas cometidas. ¿Casualidad? Las estadísticas gritan lo que la Liga calla: existe un patrón de condescendencia con unos y saña con otros.
Cuando Koke agarró por el cuello ayer a un portero rival, no pasó nada. Cuando Marcos Llorente da un puñetazo a un defensa, el VAR mira para otro lado. Si esos mismos jugadores vistieran de blanco, ya estarían suspendidos por tres partidos.
El VAR, esa tecnología que prometía justicia, se ha convertido en el instrumento perfecto para la injusticia selectiva. Para las jugadas del Madrid, se revisa cada milímetro en cámara lenta. Para las de los demás -léase Barcelona y Atlético de Madrid-, basta un vistazo rápido.
¿Cómo es posible que aquel gol de Bellingham -¿lo recuerdan?- ante el Valencia fuera anulado por una falta inexistente de Benzema, mientras permiten goles con manos evidentes de otros equipos? El problema no es la tecnología, sino los ojos que la manejan. Y esos ojos, demasiadas veces, parpadean cuando el agraviado es el Madrid.
La Liga, dirigida por Javier Tebas, ha convertido la persecución al Madrid en una política no escrita. Es una venganza institucional por la Superliga, un castigo por desafiar el status quo. Mientras el club blanco es examinado con lupa, otros reciben un trato benévolo que huele a complicidad. ¿O alguien cree que es normal que un equipo como el Atlético, famoso por su juego duro, sea de los menos amonestados? Lo que llaman «intensidad» en unos, en el Madrid se llama «violencia».
Al final, la doble vara de medir no es un accidente: es una estrategia. Se trata de equilibrar la competición no mejorando a los débiles, sino castigando al fuerte. El Madrid, con su poder económico y su historia, debe ser frenado por cualquier medio. Y si ese medio es la arbitrariedad arbitral, pues bienvenida sea. Es la vieja táctica del «contra el Madrid, todo vale», ahora disfrazada de profesionalidad.
Pero el daño no es solo para el club: es para el fútbol español. Una Liga donde las reglas cambian según quién las aplique pierde credibilidad, espectáculo y dignidad. Mientras Tebas siga usando el arbitraje como arma arrojadiza, el fútbol español seguirá siendo un chiste mal contado. Y el Madrid, mientras tanto, seguirá luchando contra todos. Como siempre.