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Murió Cabrisas, el hombre que enviaba La Habana a Moscú a pedir limosnas

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Por Jorge Sotero ()

La Habana.- Murió Ricardo Cabrisas, y La Habana perdió algo más que un viceprimer ministro: perdió al hombre que ponía la cara. La cara seria, gris, imperturbable, delante de los dirigentes rusos, de primeros ministros, de quien fuera. La cara que llegaba con la carpeta bajo el brazo y los números ya calculados para decir, sin decirlo: ‘necesitamos’. Cabrisas era el enviado oficial de la escasez, el diplomático de la urgencia.

Era el hombre que enviaba La Habana a Moscú, no con un mensaje de victoria, sino con la factura de la derrota. El que viajaba para pedir créditos que ya se sabían impagables, petróleo que nunca alcanzaría, alimentos que se esfumarían en el camino. Él no sonreía en las fotos. Su gesto era el de un contable eternamente disgustado con los números que le había tocado administrar, que eran los números del desastre.

Ponía la cara para las limosnas. Era el encargado de extender la mano con seriedad burocrática, de convertir la necesidad en un asunto de Estado. Lo vimos tantas veces, saliendo de un avión en algún país lejano y nevado, que empezó a parecerse al oficio mismo: el de ser el que va a pedir. El que soporta el silencio incómodo después de soltar la cifra. El que aguanta la mirada de los banqueros que saben que es dinero regalado.

El mendigo con traje y corbata

No era un ideólogo famoso, ni un militar condecorado, aunque llegó a coronel. Era otra cosa, quizás más importante en el día a día del poder: el administrador de lo que no hay. El que se sienta en la mesa de negociaciones a cambiar promesas por combustible, principios por arroz, futuro por presente. Su trabajo era hacer que la caridad pareciera una estrategia geopolítica.

Ahora que se murió, uno se pregunta quién llevará ahora la carpeta. Quién será el rostro que ponga Cuba para decir, una vez más, que no llega. Que falta. Que hace falta. Cabrisas hizo del “pedir” una carrera de Estado, una función pública de altísimo nivel. Era el mendigo con corbata y acta ministerial, el que nunca podía dejar de hacer su trabajo porque el país que representaba nunca dejaba de estar en quiebra.

Se apagó el hombre que fue, durante décadas, la imagen de la necesidad cubana en el mundo. El mensajero oficial de la penuria. Ahora su sitio está vacío. Y uno mira hacia La Habana y se pregunta si habrá otro con la cara tan dura, tan preparada, para seguir enviando la misma carta una y otra vez. La carta que siempre dice lo mismo: que no hay.

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