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Por Robert Prat ()
Nueva Yor.- Parece que fue ayer cuando Carlos Alcaraz era ese niño que sonreía con una raqueta más grande que él, y hoy, en Nueva York, bajo las luces de cemento de Ashe, es el hombre que lo gana todo. Incluso las cosas que ya había ganado.
El US Open 2025 no fue solo una final; fue la confirmación de que el tenis ya no es un deporte, es un relato, y él es el único que está escribiendo los capítulos importantes. Gana, y mientras lo hace, parece que estuviera jugando al tenis en la playa, descalzo y con una pelota de goma, como si lo importante no fuera el cheque de cinco millones de dólares —que se lleva, claro—, sino la carambola imposible que acaba de inventar para romperle el alma a otro rival -nada menos que Jannik Sinner- que se fue a casa con la raqueta rota y la cabeza llena de preguntas.
Hubo un momento, no sé si en el segundo o en el tercer set, en el que todo parecía igual que siempre: Alcaraz sonriendo como si acabaran de contarle un chiste, corriendo hacia una bola imposible, golpeando un revés que no estaba en el guion, ni en el manual, ni en las leyes de la física. Y Sinner, esta vez, miró al cielo de Nueva York buscando una respuesta, o un pájaro, o un avión, algo que le explicara cómo se puede golpear una pelota con tanta ferocidad y tanta ternura al mismo tiempo.
No la encontró. Nadie la encuentra. Alcaraz juega otro partido, en otra dimensión, donde las bolas van pintadas de colores y los partidos se deciden con un punto que dura tres minutos y que la gente contará durante años.
Al final, cuando cayó el último golpe, el que siempre cae del lado correcto de la historia, Carlos se agachó sobre la pista azul, como siempre, como si fuera la primera vez, como si no ganara desde hace años todo lo que hay que ganar. Y quizás esa sea la clave: que él todavía cree que es la primera vez. Que el tenis es un juego, no un negocio; que el US Open es un patio de recreo, no un estadio con veintitrés mil personas gritando; que esos cinco millones de dólares son cinco millones de caramelos.
Se levanta, se abraza con su gente, mira a la tribuna donde están los suyos, y sonríe. Siempre sonríe. Como si no supiera que el mundo se acaba.
Luego vino el trofeo, pesado, brillante, otro más para la colección, y el cheque. Siempre el cheque. Cinco millones de dólares. La gente en casa dice: “Qué vida”, y tiene razón. Pero lo que no ve es al chico que se entrena cuando nadie mira, que duerme lejos de casa, que viaja como un mercader de ilusiones por todo el mundo, que lleva sobre los hombros la presión de un país que a veces lo quiere tanto que duele.
El cheque está bien, claro, pero lo importante es otra cosa: es la sonrisa de su abuelo en la grada, el abrazo de su padre, el mensaje de su madre. El dinero se gasta, los trofeos se oxidan, pero esa foto con la gente a la que quieres, eso perdura.
Mientras Nueva York se vacía y los focos se apagan, Carlos Alcaraz sale del estadio con una mochila al hombro y el trofeo en la mano, como un estudiante que vuelve a casa después de una fiesta. Piensa en el avión, en vuelta a casa, en Murcia, en el perro, en dormir en su cama.
Piensa en que mañana no hay que entrenar. Piensa en cinco millones de dólares que, al cambio, son cuatro millones y pico de euros. Y sonríe de nuevo. No por el dinero, sino porque ha vuelto a ganar jugando al tenis, que es lo único que siempre quiso hacer.
Y así es como se escribe una leyenda: punto a punto, sonrisa a sonrisa, dólar a dólar. Carlos Alcaraz no es el futuro del tenis, es el presente absoluto, un presente que se repite y se repite y no se agota. Gana, cobra, sonríe, y se va a casa a seguir siendo un niño.
Porque en el fondo, eso es lo único que importa: que después de ganarlo todo, incluso cinco millones de dólares, todavía se levante al día siguiente con ganas de jugar.