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Por Renay Chinea
Mi padre se jalaba, cogía la botellita y la ponía debajo del taburete. Agarraba la guitarra y se ponía a cantar corridos mexicanos ¡hasta que se le caía el sombrero, o el tabaco, o la guitarra! Tres… porque él mismo nunca cayó a tierra.
No sé de qué Constante Gravitacional se valen algunos borrachos para no caerse. Mi padre era uno y, por poner otro ejemplo, mi hermano Amado del Pino era otro: nadie los vio nunca sobrios, pero nadie los vio nunca en el suelo.
Hace poco se aparecieron La Uruguaya, Carmela, que le decimos Carmelita, y Omar, un mexicano recio bebedor y, valga la rebuznancia, a quien le llamamos Pancho Villa. En realidad trabajan en el restaurante de al lado y, cuando acaba el manicomio de las 12 horas de trabajo en la restauración en verano, salen a respirar y compartir una cerveza. Es “la resaca de todo lo sufrido”, que dijo Vallejo.
Y con la jerga mexicana de Omar, volví a la imagen de mi padre cantando corridos y a mis muchos hermanos que ya se sabían sus canciones, y hasta le hacíamos coro. Cuando llegaba el turno de Adelita, una de nuestras favoritas, la cosa se desmadraba.
Había una vecina, de nombre Aguedita (o sea, Águeda), una mulata que en sus tiempos mozos fue seguramente un Jiquí, que tenía la edad de mi padre, y mi madre estaba segura de que él se la había “cepillado”.
Así que Papá ponía cara de pícaro, se janeaba un buche de ron y cantaba:
—Si Aguedita se fuera con otro,
la buscaríamos por tierra y por mar.
Si por tierra… —y ahí hacía una pequeña pausa y continuaba luego, poniendo toda la estrofa al revés—: …si por tierra, en un buque de guerra;
si por mar… en un tren militar… Jujuju… juyaaaa.!
Y aquello acababa la canción: mi madre refunfuñando con que Adelita era Aguedita, todos nosotros muertos de risa y mi padre ronco, borracho y burlón.
Y Omar, el Pancho Villa, se moría de risa con esa historia. No sabía que en la Cuba rural la música mexicana era música nuestra también. Así que, luego de un par de “chelas”, cuando llegaba el turno de “Adelita”, yo hacía como mi padre y cambiaba Adelita por Carmelita, la uruguaya. Y empezábamos da capo, una y otra vez:
—Si Carmelita se fuera con otro…
Hasta que, efectivamente, un día Carmelita se fue con otro. Salió a comprar cigarrillos mientras la esperábamos… y no volvió. Omar salió a buscarla y lo único que alcanzó a ver fue que se subió a un coche con uno que acababa de cenar en nuestro restaurante.
—¿Quién es ese bato? ¿Quién se llevó a la morrita? —preguntaba alteradísimo.
Lo que sucedió en verdad fue una cascada de desconexiones, de esas casualidades que se te giran como el viento en contra y desencadenan un vendaval; como el veneno de Fray Lorenzo, que debía mantener muerta a Julieta por 42 horas y terminó en tragedia.
A Carmelita… le avisaron que su hermano había tenido un accidente severo de coche en Barcelona y corría peligro. Estaba entubado… o lo iban a entubar; de modo que, si lo quería ver, tenía que irse con lo puesto ya. Llamó al hospital, a la cuñada, a Uruguay, a medio mundo y se quedó sin batería.
Se la encontró en ese trance, llorando, el amigo que había estado cenando, un empresario de la zona que tiene un “paint ball”… y la llevó directamente a Barcelona, donde estaba su hermano agonizante.
Nosotros, preocupadísimos, y el mexicano no paraba de beber y hacerme historias mexicanas de narcos, violencia y desaparición de mujeres. Es más, bebió toda la noche y toda la mañana y al otro día se apareció al restaurante ojeroso, triste, destruido y completamente borracho.
Apenas lo vi, telefoneé a Carmelita y, por suerte, me respondió:
—¡Está todo estable, Rena! Mi hermano se hizo daño, pero ya está bien. ¡Y dile a Omar que le he llamado y no me responde, que me hable al teléfono! —me dijo.
Nadie sabe cómo Omar no cayó al suelo. Nadie sabe cómo aquellas piernas pudieron sostener el peso de tamaño alcohol.
—Ese bato me tiene que traer a la morrita… si no, le doy piso, Güey… lo quiebro, Güey…! —Y se agarraba, tambaleante, a la barra de granito del bar, en esos últimos recursos del borracho anti gravitacional.
Le alcancé una botellita de agua en medio del gentío. Le ofrecí algo de comer y me lo fui llevando hacia la calle. Cuando estuvo fuera, le pedí que me enseñara su teléfono para llamar “al bato” que se la llevó.
Resultó ser que, justamente, Carmelita estaba llamando. Lo tenía en silencio desde el día anterior. Ella le habló y se tranquilizó. Empezó a sollozar. Me pidió “una chelita más…” y se la di. Quería seguir bebiendo para celebrar.
Tenía el restaurante a full. Le tiré la mano sobre el hombro y lo envié a su casa. «Si Carmelita se fuera con otro…», le empecé a tararear y, trastabillante, se fue secando una lágrima… hasta que una mueca en su rostro me delató que le dieron ganas de reír.
—Arrea la mula, Pancho Villa… que tengo que trabajar —le dije. Y se fue.
Iba a ponerles un corrido de Los Tigres del Norte que me gusta mucho, pero me tropecé con esta institución que son… señoras y señores: Los Tucanes de Tijuana. Ahí les va (en el vídeo adjunto).