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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- El gobierno, que es una cosa grande y gris que se sienta en una butaca en La Habana, ha matado a un niño en Songo-La Maya. No lo ha apuñalado, no. Es más sutil, más cobarde. Lo ha matado con un silencio, con una ausencia, con el vacío verde de los estantes de las farmacias que son la verdadera bandera de este país.
El niño se murió por tomar un medicamento que no debió tomar, pero ¿quién pone en la mesa de una familia desesperada el veneno de la desesperación? ¿Quién convierte a una madre en contrabandista, en farmacéutica improvisada que reza por que esa caja de píldoras con letras extranjeras, comprada a Dios sabe quién en un rincón oscuro, no sea el final de la historia?
El comunicado del ministerio, ese texto aséptico y lleno de palabras técnicas que suenan a cohete espacial –“intoxicación exógena”, “fármaco no certificado”– es la coartada perfecta. Es echarle la culpa al muerto y a su familia por tener la osadía de querer vivir.
El niño llegó con convulsiones por un Paracetamol caducado. Paracetamol. La cosa más básica del mundo, el polvo blanco que en cualquier sitio civilizado se regala con las piruletas. Aquí es un tesoro que viene de lejos, de un mercado negrísimo, a veces de Haití, en maletas que traen más esperanza que garantías. El gobierno no produce, no importa, no distribuye, pero luego te exige el certificado de calidad de tu agonía.
Ellos, los de la butaca, han construido este sistema perverso donde la medicina es un lujo y la salud una ruleta rusa. Han obligado a la gente a confiar más en un tipo que llega con una mochila llena de frascos sin etiqueta que en el hospital que está vacío. El policlínico al que llevaron al niño es solo el final del camino, el sitio donde los médicos, héroes de derrota, intentan salvar con manos atadas lo que el poder pudrió desde arriba. Asistieron al niño, dice la nota. Claro que lo asistieron. Lo asistieron para morir, porque lo que venía de casa ya estaba envenenado por la necesidad.
Mientras escriben notas informativas con emojis de alarma –🚨, qué grotesco– y hablan de “fortalecer la educación sanitaria”, otra madre en otro pueblo está mirando esa misma caja de pastillas que compró con el dinero de la comida. La mira con miedo, con esa duda que te parte el alma: ¿esto salvará a mi hijo o lo matará? Esa es la “educación sanitaria” que han logrado: el terror de elegir entre la enfermedad segura y la cura probablemente mortal. El gobierno ha convertido el acto de cuidar de los tuyos en un delito de imprudencia.
Así que no, no fue un fármaco no certificado. Fue la certificación de que aquí no hay nada que funcione. Fue el sello de garantía de un sistema que te abandona y luego, cuando te buscas la vida y sale mal, te señala con el dedo y te da el pésame. Ofrecen condolencias. Dan pena. La única intoxicación exógena es la de su burocracia, la de su incompetencia, que todo lo envuelve y todo lo contamina, hasta la garganta de un niño de cinco años.