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La basura y las aguas albañales inundan Prensa Latina

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Por Y. Noriega ()

La Habana.- La esquina de 19 y E, en el Vedado habanero, donde radica la sede de la Agencia Prensa Latina, se ha convertido en un símbolo perfecto de la descomposición nacional. A la suciedad habitual se le suman ahora las aguas albañales. Estas corren libres como si fueran dueñas del asfalto, bajando desde medianía de cuadra con una insolencia que solo puede nacer de la impunidad.

Dicen -o lo dice el periodista Mario Muñoz (https://www.facebook.com/1538055816/posts/10239892982292619/?rdid=PSBqJb3hpSoRBYNu#)- que un camión de Comunales llegó. El chófer dijo que podía arreglar el problema si le pagaban, y ante el silencio de la institución, o de los vecinos, se fue tan campante. La pregunta del conductor –¿Quién paga esto?– resuena como un eco tragicómico en un país donde nada funciona sin un sobre bajo la mesa.

Los periodistas de Prensa Latina, esos que narran las crisis ajenas desde sus despachos, ahora deben saltar charcos de aguas negras para entrar a trabajar. Han ido a quejarse a las instituciones pertinentes, pero de resultado, nada.

La peste, la falta de higiene y la desidia se han apoderado de la cuadra como una metáfora gigante de todo lo que huele a podrido en la isla. Aunque no trabaja en PL, la también periodista Iraida Calzadilla lo resume con un «terrible» que suena a resignación. Esto se repite en toda La Habana, como si la ciudad entera se estuviera derritiendo en su propia inmundicia.

Silvia Machado aporta el dato crudo: una amiga tiene rota la acometida de entrada a su casa. Le pidieron 80 mil pesos para arreglarla. Como no los tiene, sigue así. La vida en Cuba se ha reducido a una ecuación simple: o pagas en divisas o te ahogas en tu propia miseria.

Ahora la solidaridad tiene precio

El chófer de Comunales lo sabe, el gobierno lo sabe, y hasta el último ciudadano lo sabe. La solidaridad revolucionaria ahora tiene precio, y quien no pueda costearlo, que se acostumbre a nadar en la porquería.

La doctora Ana Teresa Badía, profesora de la Escuela de Periodismo, con esa lucidez que da el hastío, sentencia: «Toda La Habana es un gran basurero». Vivimos entre la basura, las aguas negras y la peste nauseabunda. Parece que el apocalipsis hubiera llegado sin hacer ruido, convertido en un vecino más que se instala en el portal de tu casa y se niega a irse.

La publicación de Mario Muñoz es la misma que podríamos hacer todos, un consuelo inútil ante la evidencia de que el país entero se descompone a velocidad de vértigo.

Manuel Somoza rescata la pregunta del chófer –¿Quién paga esto?– y la eleva a categoría de síntoma de los tiempos que corren. Ya no es solo una cuestión de dinero, sino de principios. El régimen que se jactaba de su igualitarismo ahora delega en los ciudadanos el costo de su propia supervivencia. Si no puedes pagar, tu calle seguirá inundada. En consecuencia, tu basura se acumulará y tus hijos respirarán el aire viciado de una ciudad que se cae a pedazos. La revolución se ha convertido en un espectáculo de horror cotidiano.

Al final, la sede de Prensa Latina, esa agencia que narra la realidad ajena con precisión de notario, ahora es protagonista de su propia tragedia. Las aguas albañales que corren por su puerta son el mejor reportaje que nunca se atreverán a publicar: la historia de un país que se hunde en su propia mierda. Mientras, sus gobernantes siguen hablando de bloqueos y enemigos externos.

Mientras, la pregunta del chófer sigue flotando en el aire, como un mantra que define la nueva Cuba: ¿Quién paga esto? Nadie. Todos.

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