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Por Max Astudillo ()

La Habana.- Hay algo patético en la imagen de una delegación cubana llegando a Moscú, Pekín o Hanoi, o cualquier otro país, con la misma coreografía de sonrisas protocolares y la misma letanía de excusas.

Los funcionarios de La Habana siguen creyendo que el mundo les debe algo, que su revolución —esa reliquia polvorienta— sigue siendo un imán para la solidaridad internacional. Pero lo que encuentran al otro lado ya no es admiración, sino miradas cansadas y suspiros entre dientes.

«Hartos de ellos», dicen en los pasillos de los ministerios asiáticos. «No hacen nada para ayudarse a sí mismos». Hasta Vietnam, el aliado más paciente, ha empezado a tirar de la oreja: sus empresas exigen condiciones claras, no más promesas vagas ni plazos de pago que se estiran como chicle.

La estrategia cubana parece calcada de un manual del fracaso: pedir créditos a 360 días, negociar como si tuvieran algo que ofrecer y, al final, dejar la factura para que otros la paguen. «Siempre es complicado, lo que significa que probablemente nunca nos pagarán», resumen los empresarios rusos.

Lo curioso es que La Habana insiste en actuar como el vendedor más listo del barrio, el que cree que puede engañar al mundo con discursos sobre el bloqueo mientras firma acuerdos que no cumple. Pero hasta los más leales han aprendido la lección: Cuba no es un socio comercial, es un pozo sin fondo. Un funcionario lo resumió con crudeza: «Son como Willy Loman en Muerte de un viajante, siempre esperando el próximo trato milagroso».

Ya nadie cree a la dirigencia cubana

Mientras tanto, los medios oficiales cubanos se llenan de titulares sobre donaciones risibles: tres toneladas de leche en polvo, 30 toneladas de arroz, como si fueran limosnas dignas de agradecer en pleno siglo XXI.

Ese es el reflejo de una economía que ya no produce nada, solo estira la mano. Vietnam les regala miles de toneladas de arroz, pero al mismo tiempo pide cuentas claras a sus empresas; China cancela contratos de azúcar y Rusia les cobra intereses del 20% como a cualquier moroso.

Hasta los aviones que usan para sus giras de mendicidad los pagan con combustible venezolano. El cinismo llega al extremo de que, mientras culpan al embargo, pagan al contado y por adelantado sus compras en Estados Unidos.

Detrás de la fachada de la «cooperación fraternal», lo que hay es desprecio. En privado, los diplomáticos hablan de «falta de dignidad», de delegaciones que solo saben «quejarse y pedir ayuda». El caso de China es emblemático: Pekín ya no disimula su frustración con un régimen que ni siquiera imita sus reformas de mercado.

«Piensan que Fidel todavía vive y que nos importa», dicen entre risas amargas en los corredores del poder chino. Y sin embargo, Cuba sigue apostando al mismo guión: sonreír en las fotos con los jefes de Estado y, cuando se cierran las puertas, sacar la libreta de deudas. La diferencia es que ahora nadie les cree.

Un país sin argumentos ni aliados

Lo más trágico no es que Cuba haya perdido el respeto de sus aliados, sino que ni siquiera se den cuenta. Siguen actuando como si el mundo les debiera lealtad eterna, como si sus problemas fueran siempre culpa de otro. «Lo más preocupante es que algunos de ellos creen genuinamente que nos gustan», confiesa un funcionario en Hanoi.

Mientras tanto, las únicas noticias positivas son esas donaciones miserables que los medios oficiales celebran como victorias. Pero hasta eso se agota: Vietnam ya no quiere ser el banco de Cuba, Rusia no regala petróleo y China prefiere invertir en países que paguen. La Habana se queda sin argumentos, sin aliados y, lo peor, sin vergüenza.

Al final, el régimen cubano parece ese hombre-niño del que habla el Consejo Económico Cuba-EEUU: obstinado, haciendo rabietas cuando le piden cambios, convencido de que el mundo gira alrededor de sus caprichos. Pero la realidad es más simple: ya nadie quiere jugar a ese juego. Ni siquiera los que antes aplaudían.

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