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Por Fer Montero ()
Caracas.- Nicolás Maduro y Manuel Antonio Noriega comparten más que un gusto por los uniformes ridículos y la afición a enemistarse con Washington: los dos entendieron que el narcotráfico era un buen negocio colateral al poder.
Noriega, el general panameño que creyó que podía jugar a ser espía para la CIA, traficante para los carteles y dictador para su pueblo, terminó en una celda de Miami tras la invasión estadounidense de 1989.
Maduro, el autoproclamado «hijo de Chávez», lleva años empaquetando cocaína con el sello del Estado venezolano a través del Cártel de los Soles, pero aún cree que su alianza con Rusia, China y Cuba lo salvará del mismo destino.
La diferencia es que Noriega, al menos, sabía que Panamá no era más grande que el ego de Washington. Maduro, en cambio, sigue desafiando a EE.UU. desde Miraflores como si Venezuela fuera una potencia nuclear y no un país donde la gente come basura.
Noriega fue acusado en 1988 por narcotráfico, igual que Maduro en 2020. Pero el panameño solo controlaba un país de dos millones de habitantes, sin ejército real ni aliados dispuestos a morir por él. Maduro tiene a las FANB —una milicia leal pero podrida—, el oro de El Arco Minero, el petróleo, incluyendo el que regala a Cuba-, y el respaldo de Moscú.
Aun así, está más cagado que Noriega. ¿Por qué? Porque la recompensa por su cabeza ya alcanza los 50 millones de dólares, porque su fraude electoral del 28 de julio fue tan burdo que ni China lo defendió, y porque el Departamento de Justicia estadounidense no suelta a sus presas.
Noriega duró seis años como hombre fuerte; Maduro lleva doce, pero cada discurso suyo huele a desesperación.
El general panameño gritó «¡Vengan a por mí!» cuando supo que EE.UU. lo buscaba. Maduro repite el mismo guión: «Aquí lo espero en Miraflores, cobarde», le dice a Trump. La diferencia es que Noriega terminó escondiéndose en la Nunciatura Apostólica, rodeado de marines, mientras le ponían música de Metallica a todo volumen para volverlo loco.
Maduro aún cree que su suerte será distinta, pero sabe que el reloj corre: sus generales podrían venderse por un indulto, sus socios del Cártel de los Soles ya negocian con la DEA, y hasta sus custodios cubanos tienen un plan B. Lo único que lo salva es que Venezuela no es Panamá: invadirlo costaría una guerra, pero asfixiarlo con sanciones ya está funcionando.
Noriega cayó cuando perdió el apoyo de sus fuerzas armadas. Maduro aún lo mantiene, pero cada vez más por miedo que por lealtad. El panameño era un matón con medallas; el venezolano es el capo de un narcoestado que exporta crimen a toda Latinoamérica.
El primero fue condenado por lavar dinero; el segundo ha saqueado tanto que hasta sus zapatos son de Prada, según la fiscalía de Miami. Y hay algo peor: Noriega nunca robó elecciones con actas falsas ni encarceló a su rival con 15 millones de votos. Maduro sí, y eso lo hace no solo un delincuente, sino un peligro para la región.
Washington perdona muchas cosas, pero no que le escupan en la cara.
El panameño terminó preso; el venezolano podría terminar muerto. No por los marines, sino por sus propios cómplices. Noriega era un peón útil hasta que dejó de serlo; Maduro es un lastre incluso para La Habana, que ya no sabe cómo justificar el costo de mantenerlo. Aunque en verdad no se sabe quién mantiene al otro.
Si algo enseña la historia es que los regímenes como el suyo caen de tres maneras: por invasión, por traición o por hambre. Venezuela ya probó las dos últimas.
Maduro celebra hoy su supervivencia, pero es el único que no ve el cadalso. Noriega creyó que su amistad con Bush padre lo salvaría. Se equivocó. El venezolano cree que Putin lo protegerá. También se equivoca.
Lo único cierto es que, cuando EE.UU. decide que un dictador es problema suyo, ese dictador deja de ser problema. Solo queda esperar el cómo y el cuándo.