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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Hoy Fidel Castro cumpliría 99 años, pero Cuba no tiene nada que celebrar. Solo un país traumatizado por décadas de mentiras, represión y miseria podría seguir evocando con nostalgia al hombre que lo convirtió en una cárcel al aire libre.
Castro fue un ególatra que hablaba durante horas mientras el pueblo hacía cola para comer, un líder revolucionario que terminó vistiendo Rolex y viviendo como un aristócrata mientras condenaba a los cubanos a la pobreza eterna.
Su retórica antiimperialista era tan falsa como su barba: solo servía para justificar su tiranía.
Fue un asesino. Lo fue cuando ordenó fusilar a sus rivales en los paredones de La Cabaña, lo fue cuando envió a miles de cubanos a morir en guerras absurdas en África, lo fue cuando dejó que los balseros se ahogaran en el Estrecho de la Florida.
Su régimen no tuvo piedad con los disidentes, los homosexuales, los periodistas, los artistas, cualquiera que pensara distinto. Cuba se llenó de muertos y de miedo, de esbirros y delaciones. Y él, desde su trono, seguía hablando de justicia.
Manipulador como pocos, convirtió la Revolución en una secta donde él era el mesías y los cubanos, feligreses obligados a creer. Nacionalizó la prensa para que solo se escuchara su voz, convirtió las escuelas en fábricas de adoctrinamiento y usó el bloqueo estadounidense como excusa para todos sus fracasos.
Mientras, su familia y sus generales vivían como magnates, con acceso a divisas, lujos y viajes que al pueblo le estaban prohibidos. La igualdad que prometió era solo otra mentira en su lista infinita.
El fracaso económico de Cuba es su legado más tangible. Arruinó la industria azucarera, acabó con la agricultura, convirtió una isla próspera en un mendigo internacional. Los cubanos sobreviven gracias a las remesas de los exiliados, esos mismos a los que llamó gusanos y traidores.
Convirtió la llamada libreta de racionamiento en un chiste macabro en una Cuba donde los hospitales están en ruinas y el salario promedio no alcanza ni para comprar un pollo. Pero eso sí, su hermano, sus hijos y sus cómplices nunca pasaron hambre.
Intentó exportar su revolución como si el comunismo fuera una plaga que América Latina y África necesitaran. Apoyó guerrillas, desestabilizó gobiernos, financió terrorismo. Todo en nombre de la «liberación», pero en realidad solo buscaba inflar su ego y extender su influencia.
Muchos murieron por sus delirios, muchos países sufrieron conflictos innecesarios. Y al final, ni siquiera el socialismo lo sobrevivió: hasta China y Vietnam entendieron que sin mercado no hay futuro. Cuba, en cambio, sigue anclada en su miseria, como un museo de fracasos.
Murió en su cama, rodeado de lujos y aduladores, sin rendir cuentas jamás. Dejó un país roto, una diáspora desesperada y una élite corrupta que sigue gobernando con sus mismos métodos.
Su familia vive como reyes, el pueblo sigue hundido. Hoy, algunos seguirán brindando por él, pero Cuba no tiene nada que celebrar. Solo debería recordarlo como lo que fue: el gran culpable de su ruina.