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Los Castro: la dinastía que convirtió a Cuba en un negocio familiar

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Por Max Astudillo ()

La Habana.- Si los Castro fueran una empresa, su balance de 2025 mostraría activos intocables: ministerios, empresas estatales, puestos diplomáticos y hasta cuentas de Instagram. Todo heredado, nada ganado.

Raúl Castro, el patriarca nonagenario, sigue moviendo hilos desde la sombra, pero la familia ya ha repartido el pastel. Su hijo Alejandro Castro Espín, general de Brigada del Ministerio del Interior, controla los servicios de inteligencia. Fue clave en las negociaciones con EE.UU.

Su hija Mariela Castro dirige el Centro Nacional de Educación Sexual y es diputada. Mientras tanto, el nieto Raúl Guillermo Rodríguez Castro, alias El Cangrejo, escolta personal de su abuelo, negocia con grupos musicales. También recibe coimas por otros entramados que tienen que ver con las importaciones de autos y motos. Un reparto tan nepotista que hasta los Borgia se ruborizarían.

Los descendientes de Fidel no se quedan atrás. Mientras Sandro Castro, el nieto influencer, se hace viral burlándose de los apagones con su cerveza Cristach, su primo Fidel Antonio Castro Smirnov —hijo de Fidelito, el hijo suicida del dictador— viaja a Brasil como emisario del Partido Comunista. Allí, abraza a Lula y promete lealtad al legado revolucionario.

No es casualidad: los Castro siempre han mezclado sangre con poder. Antonio Castro Soto del Valle, otro de los vástagos de Fidel, fue vicepresidente de la Federación Cubana de Béisbol. Además, paseó su vida de lujos por medio mundo mientras la isla racionaba hasta la harina.

La ‘modestia’ de Fidel da risa

Hasta los Castro «menores» florecen: el ministro de Comercio Exterior, Oscar Pérez-Oliva Fraga, es sobrino nieto de Fidel por línea materna. Ningún apellido revolucionario queda sin premio.

Hay quien dice que comparar esto con Nicaragua es como ver dos episodios de la misma telenovela autoritaria. Los Ortega-Murillo han copiado el manual castrista. Daniel Ortega preside, su esposa Rosario Murillo vocifera desde la copresidencia. Sus hijos controlan medios y empresas estatales, y hasta un yerno comanda la petrolera estatal.

La diferencia es que en Cuba los Castro al menos fingieron modestia. Fidel hablaba de su sueldo de 30 dólares mientras cultivaba habanos exclusivos en Punto Cero. Por su parte, los Ortega ni eso. Sus hijas posan con bolsos de Louis Vuitton frente a una población que come arroz con huevo. Dos dinastías, un mismo guión: socialismo para el pueblo, capitalismo para la familia.

Lo tragicómico es que los Castro ya ni siquiera necesitan gobernar para mandar. Miguel Díaz-Canel, el presidente títere, repite como loro que «habrá continuidad». Mientras tanto, Alejandro Castro Espín supervisa la represión y Mariela Castro vende la marca LGBTQ-friendly del régimen.

Cuestión de clanes

Hasta el nieto influencer Sandro, con sus memes y su Mercedes, es útil. Él demuestra que el castrismo puede permitirse un bufón que ridiculice la pobreza que él mismo creó. Mientras en Nicaragua, los Ortega encarcelan opositores y bendicen misas con rosarios de oro. Ambos clanes han convertido la revolución en una franquicia familiar, donde el pueblo paga la factura y ellos se quedan con las ganancias.

¿El futuro? Fidel Antonio Castro Smirnov, el nieto diplomático, podría ser la próxima carta. Si Sandro es el showman y Alejandro es el hombre fuerte, Antonio —serio, discreto, bien conectado— parece diseñado para lavar la imagen del apellido en el exterior. No sería raro: en Cuba, como en Nicaragua, la sangre siempre pesa más que el mérito. La única «meritocracia» que conocen es nacer en la cuna correcta. Mientras, el pueblo hace cola para comprar pollo… si es que hay.

Al final, la gran ironía es que Fidel Castro, el hombre que juró acabar con las oligarquías, creó la más duradera de América Latina. Sesenta y seis años después, su familia sigue repartiéndose Cuba como si fuera su finca de Birán. Pero lo peor es que, viendo a los Ortega, parece que la fórmula sigue en oferta: revolucionarios que se convierten en dueños de todo, menos de su propia vergüenza.

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