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Por Luis Alberto Ramirez ()

Cada vez que el régimen de La Habana promete el fin de los apagones, una carcajada amarga recorre la Isla. No es escepticismo, es experiencia acumulada. El pueblo cubano ha aprendido, a golpe de oscuridad, velas, linternas y noches en vela, que ninguna promesa es cierta hasta que se cumple. Y en el caso de los apagones, el cumplimiento no solo está lejos, sino prácticamente fuera del alcance.

La infraestructura energética cubana es un fósil viviente: termoeléctricas de medio siglo de existencia, oxidadas, parchadas con retazos, y manejadas por un sistema laboral disfuncional. El deterioro no es casual ni únicamente atribuible al tiempo. Es el resultado de un modelo estatal que castiga la eficiencia, desalienta la iniciativa y promueve el abandono sistemático de lo común.

Hay un dicho popular que retrata la esencia del problema: “el ojo del amo engorda al caballo”. En Cuba, sin embargo, el caballo es del Estado. Y cuando algo es del Estado, en realidad no es de nadie. A nadie le importa si ese caballo está flaco, enfermo o muerto, porque no hay incentivo para cuidarlo. Así ocurre con las plantas eléctricas. Aparte de viejas y deterioradas, tienen la desdicha de ser propiedad estatal. Y cuando algo es del Estado, el mantenimiento es un acto heroico, no una práctica regular.

Todo lo estatal en peligro o extinguido

El trabajador cubano, por su parte, ha aprendido a moverse por necesidad, no por responsabilidad. Su motivación no es mantener la maquinaria funcionando, sino “resolver”, como se dice en la jerga popular. Resolver significa obtener algún beneficio personal: piezas, materiales, comida, dinero. Si no hay qué “sacar”, entonces no hay razón para esforzarse. Es una lógica perversa que atraviesa todas las industrias y servicios del país.

Y esto no solo ocurre en el sector energético. Es un patrón que se repite en el transporte urbano, los ferrocarriles, las carreteras, la flota pesquera, los barcos, la industria siderúrgica, los hospitales, las escuelas, los ascensores y hasta los relojes públicos. Todo lo que ha sido estatal en Cuba está hoy en peligro de extinción… o ya se extinguió. Basta con recordar la Flota Cubana de Pesca, los trenes interprovinciales, los taxis estatales o la Antillana de Acero. Monumentos al colapso.

Entonces, ¿cómo puede prometer el régimen un futuro sin apagones si el presente es una escalera al abismo? Cada semana, una nueva planta sale del sistema nacional: si no es la Guiteras, es la Renté, o la del Mariel. Las plataformas eléctricas turcas que se alquilaron a precios astronómicos ya están abandonando la Isla por falta de pago. ¿Y qué hace el régimen? Pone “parches” técnicos aquí y allá, como si tapar huecos resolviera una estructura podrida.

La mentira es lo único que brilla

Para colmo, en Cuba solo hay dos cosas que parecen funcionar con precisión suiza: la represión política y los comercios en manos de los militares. Y si alguno de estos tambalea, ahí sí aparecen los subsidios, las inversiones y la vigilancia intensiva. El resto del país puede caerse a pedazos sin que pase nada.

La verdad incómoda es que, sin una inversión millonaria, una que el Estado no puede ni sabría administrar, no hay salida posible a la crisis energética cubana. Pero admitir eso sería confesar el fracaso absoluto del modelo. Por eso el régimen prefiere seguir prometiendo soluciones ilusorias, como quien reza para que llegue la luz.

La realidad, sin embargo, es más fuerte que cualquier discurso. Y en las noches oscuras de Cuba, donde el ventilador no gira, la comida se pudre y los niños no pueden dormir por el calor, lo único que brilla… es la mentira.

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