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Por Robert Prat ()
Miami.- Dusty Baker no necesitaba esto. A los 76 años, con dos anillos de Serie Mundial, más de dos mil victorias como mánager y un legado que ya huele a bronce en el Salón de la Fama, podía haberse quedado pescando en California, contando historias de Hank Aaron y Barry Bonds, de esos días en los que el béisbol era más polvo y sudor que algoritmos y cámaras de alta velocidad.
Sin embargo, ahí está, aceptando dirigir a Nicaragua en el Clásico Mundial de 2026, un país con gran tradición beisbolera pero sin poderío, un equipo que en 2023 terminó decimonoveno, un proyecto que huele a desastre tanto como a sueño. ¿Por qué? Porque Dusty siempre fue así: un tipo que prefería el ruido de un estadio medio vacío al silencio de un retiro perfecto.
Quizás lo hizo por Roberto Clemente, ese fantasma que siempre ronda a los hombres de pelota con conciencia social. O por Marcus Garvey, el activista que hablaba de unidad y resistencia, palabras que Baker repite como si fueran letras de un blues viejo. O tal vez porque, después de 26 años en las Grandes Ligas, extrañaba el olor a hierba recién cortada y el tacto áspero de un uniforme de lana.
Dusty nunca fue de los que se conforman con mirar el juego desde lejos; necesita estar ahí, en el dugout, masticando su palillo de dientes, ajustándose las muñequeras, hablando en un español aprendido en Venezuela, donde jugó y entendió que el béisbol no es solo un deporte, sino una forma de supervivencia.
Nicaragua no es un desafío cualquiera. Es un país gobernado por Daniel Ortega y Rosario Murillo, donde hasta los libros de texto son herramientas de propaganda, donde el béisbol podría ser, en manos de Baker, algo más que un pasatiempo: un acto de rebeldía.
Dusty sabe de política, aunque hable poco de ella. Vivió el racismo en carne propia, acompañó a Hank Aaron cuando las cartas de odio llegaban a los clubhouses, defendió a Glenn Burke, el primer jugador abiertamente gay en las mayores, cuando nadie más lo hacía. Ahora, en Managua, podría terminar siendo, sin querer, un símbolo incómodo para un régimen que controla hasta los poemas que escriben los niños en la escuela.
Pero no nos engañemos: Baker no es un mártir, sino un competidor. Nicaragua ganó su pase al Clásico con un récord perfecto en la eliminatoria, y Dusty, que llevó a cinco equipos distintos a playoffs en las mayores, no va a conformarse con hacer el ridículo en Miami.
Tiene en frente a Venezuela, República Dominicana, Países Bajos e Israel, rivales que huelen a sangre, pero también a oportunidad. Si logra lo imposible, si lleva a este equipo de underdogs a los cuartos de final, su leyenda crecerá como la de esos viejos luchadores que prefieren morir en el ring. Y si fracasa, bueno, siempre quedará la imagen de un tipo que, en lugar de retirarse a cultivar vinos —otra de sus pasiones—, eligió seguir en el barro.
Hay algo triste y hermoso en este regreso. Dusty Baker es el último de una especie: un mánager que creía en los instintos más que en las estadísticas, que rezaba a su padre muerto antes de tomar una decisión en playoffs, que llevaba rosarios a jugadores en crisis solo porque intuía que lo necesitaban.
Ahora, en Nicaragua, no tendrá lanzadores como Justin Verlander ni bateadores como José Altuve, pero tendrá algo que tal vez le importe más: la chance de enseñar, de conectar, de dejar una huella en un lugar donde el béisbol todavía es puro, crudo, sin filtros.
El Clásico Mundial empieza en marzo de 2026. Para entonces, Baker tendrá 77 años, una edad en la que la mayoría solo quiere silencio. Pero él estará ahí, en el loanDepot Park de Miami, con esa sonrisa de quien sabe que el béisbol, al final, siempre fue una excusa para vivir historias que valen la pena contar. Nicaragua no lo merece, pero el béisbol, ese viejo canalla, sí.