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Por Luis Alberto Ramirez ()
En una isla donde la escasez es la norma, el cinismo tiene rostro y apellido: Sandro Castro. Nieto del dictador Fidel Castro, este personaje se ha convertido en una caricatura grotesca de lo que alguna vez la Revolución prometió.
Desde sus plataformas digitales, Sandro no pierde oportunidad para exhibir una vida de lujos, fiestas, bebidas importadas y autos deportivos. Mientras tanto, la mayoría del pueblo cubano apenas logra sobrevivir con lo básico.
Sandro, a quien muchos ya han apodado el revolucionario más gusano de Cuba, parece haber hecho del absurdo una estrategia de vida. Día tras día, inunda las redes sociales con publicaciones que oscilan entre lo banal y lo ofensivo.
Con una mediocridad que grita por atención, el joven Castro ha logrado algo insólito: tener más seguidores que el propio presidente Miguel Díaz-Canel. La diferencia entre ambos no radica en el contenido, pues ambos comparten la ridiculez como eje, sino en que Sandro, al menos, resulta involuntariamente entretenido.
El nieto del dictador no oculta su posición privilegiada dentro de un sistema que predica austeridad, pero alimenta una casta de intocables. Mientras los cubanos hacen colas interminables para conseguir una simple pastilla de jabón o un litro de aceite, Sandro exhibe sus noches en clubes exclusivos y sus botellas de whisky importado. También muestra escenas en las calles de La Habana, donde “bendice” transeúntes con cervezas imposibles de costear para el cubano promedio. Es una provocación que no es inocente, sino deliberada.
La imagen de Sandro Castro no es solo la de un joven frívolo e irresponsable. Es la prueba viviente de que la cúpula revolucionaria jamás creyó en el pueblo. Es el símbolo de una dinastía que ha condenado a generaciones a la miseria mientras ellos vivían entre comodidades, privilegios y lujos obscenos.
Lo que su abuelo perseguía con represión y cárcel, el derroche, el “diversionismo ideológico”, y el culto al consumo capitalista, hoy es celebrado por su descendencia como un trofeo de impunidad.
Sandro Castro no solo se burla de las “ideas” de su abuelo: también se burla del pueblo. Su presencia digital no es una excentricidad individual. Es un recordatorio brutal de que, en Cuba, la revolución dejó de ser ideología hace mucho tiempo para convertirse en un negocio familiar.
El nieto del dictador representa la hipocresía institucionalizada y la desconexión total con la realidad nacional. También evidencia la decadencia de un modelo que se hunde entre discursos vacíos y el estruendo de una música electrónica que retumba en yates y clubes privados.
En definitiva, Sandro Castro no es un caso aislado. Es el reflejo más nítido de una casta que se enriquece a costa del sufrimiento del pueblo. Un pueblo que, irónicamente, sigue sometido bajo el peso de una revolución. Esta revolución hace mucho dejó de ser de los humildes para convertirse en el botín de sus verdugos.