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Carlos Cabrera Pérez
La retirada de las estatuas de Ernesto Guevara y Fidel Castro de un parque mexicano es la decisión de una alcaldesa democrática que desea lo mejor para su ciudad y vecinos, pero ya está bajo el llantén
antidemocrático de quienes siguen fantaseando con el Che y quien le bajó la ventanilla, cuando se puso majadero.
La presidenta de México, Claudia Sheinbaum ha llamado al diálogo porque sabe que la instalación careció de los permisos necesarios y debió ser retirada pocos meses después de su imposición y tras sufrir profanaciones a manos de vecinos y militantes anticastristas, descontentos con la imposición en la colonia Tabacalera, de Ciudad de México.
La obra, creada por el escultor Óscar Ponzanelli, conmemora el primer encuentro entre Fidel Castro y Ernesto Guevara en 1955, en Emparán 49, donde vivía entonces el extinto líder cubano, en la capital azteca.
Al margen de lo que suceda finalmente con las figuras de hierro de ambos comandantes, el monumento debía ser eliminado de la faz de la urbe mexicana por cheo y porque recrea una imagen falsa de ambas figuras, que acabaron a tiros, como cualquier matrimonio de conveniencia. Fidel estaba obligado a obedecer a los soviéticos porque ya se había peleado con los americanos y Guevara defendía una equidistancia de Moscú y no ocultaba su simpatía por el maoísmo.
Contrario a lo que suele afirmarse, Castro no reveló la carta de despedida de Guevara, renunciando a todo lo cubano; incluidos sus hijos, por culto a la personalidad, sino porque el fracaso anunciado del argentino en el Congo lo convertía en un Quijote a los ojos de la Conferencia Tricontinental, que se celebró en La Habana en aquellas fechas.
Con la publicación de la carta de Guevara, Fidel mató tres pájaros de un tiro: reforzó su dominio emocional del entusiasta pueblo cubano, consolidó su dependencia de la URSS y dejó al Che en manos de Ramiro Valdés y Manuel Piñeiro, que lo congelaron en Praga, hasta que encontraron el atajo boliviano, donde fracasó definitivamente, en el ámbito militar, pero se convirtió en fetiche popularísimo de la progresía mundial, gracias al ojo de Alberto Korda y el papanatismo militante de rosca izquierda.
Si alguien revisa el enfoque castrista sobre Guevara descubrirá la omisión permanente del Che teórico y su apología como Guerrillero heroico; pese a sus sonados fracasos militares y a que China sigue siendo una realidad matizada por el capitalismo de estado y la Unión Soviética se desmerengó, como le gustaba decir a Raúl Castro; inmediatamente después de declararse fervoroso cosaco de la perestroika y la glasnot; sin contar que el comandante iba a mandar a parar, como mismitico hizo con el embullo Obama. ¡Que mala suerte tuvo el patico feo de los Castro Ruz con su hermano y jefe!
Los defensores de la permanencia de las estatuas ignoran hechos contundentes como los choques de Guevara con Ñico López y Juan Almeida en México, los problemas que creó a la naciente revolución cubana, los fusilamientos de la Cabaña, comandados por Guevara y Osvaldo Sánchez, la polémica pública del argentino con Carlos Rafael Rodríguez y Marcelo Fernández Font y el cruce de cartas entre Castro y Guevara sobre el estado y el rumbo de la revolución, mantenidas en secreto hasta hace pocos años.
Tal fue el enojo de Castro con la popularidad mundial del Che, que en una operación típica suya, convocó al periodista italiano Gianni Miná, en 1986, a La Habana y reveló que había «persuadido» a Guevara a volver a Cuba, desde Praga, donde permanecía controlado por el KGB, la STB checa y la Inteligencia cubana.
Pero a Minnà, que salió encantado con su bestseller y desde entonces se mantuvo fiel a la apología del dictador más carismático del siglo XX, Castro también le mintió porque no le dijo la verdadera razón del precipitado paso por Cuba del mítico guerrillero, que habría sido descuidado y pedido a Regis Debray que le consiguiera una plaza laboral en una universidad francesa; petición que encendió las alarmas en Moscú y La Habana, que se conjuraron para darle matarile al Che y convertirlo en carne de adoración revolucionaria; circunstancia favorecida por la precipitación boliviana de asesinar al jefe guerrillero, en vez de pasarlo a los yanquis para que trataran de exprimirlo o devolvérselo a Castro como un derrotado inservible.
El encuentro entre ambos hombres fue mero azar; como suele ocurrir a lo largo de la historia y provocó más inconvenientes que ventajas al castrismo, que fue obligado por el Kremlin a apartar al argentino revoltoso; apartamiento que comenzó con la salida de Jorge Ricardo Masetti de Prensa Latina y su inmolación en Salta, Argentina.
Pero si tanto afán tienen los huérfanos de Fidel y Che en conservar la chatarra, debían ser coherentes y llevarse las estatuas a sus casas e irlas rotando quincenal o mensualmente para que todos colmen su cuota de heroísmo, asumiendo los gastos de su conservación y no gravar a los vecinos de la ciudad de México con esa carga financiera, que muchos pretenden convertir en manzana de la discordia militante, desconociendo que todo esfuerzo baldío conduce a la melancolía.
La alcaldesa capitalina de Cuauhtémoc, Alessandra Rojo de la Vega, solo ha reaccionado con tino en defensa de su ciudad y de sus vecinos, frente a la larga tradición castrista en el trasiego de reliquias, como demostró metiendo a Blas Roca y al supuesto último mambí en el Cacahual y la repatriación de los presuntos restos de Guevara y sus acompañantes cubanos muertos en Bolivia y sacrificados en la flor de sus vidas, cuando el alto mando ya había decidido que el Che no debía salir vivo de la emboscada preparada en Ñancahuasú, otro hito geográfico de la peregrinación pagana de los cheístas.