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Por Jorge Menéndez ()

Cabrils.- Mientras Díaz-Canel se congratula de ofrecer «educación y salud gratis» en un país donde escasean las libretas, los lápices y hasta las aspirinas. Sin embargo, la realidad golpea con crudeza: cada día hay muertos en accidentes por carreteras destrozadas, falta de señalización y edificios que se derrumban como castillos de naipes.

La retórica oficial choca contra un escenario de desidia y abandono, donde la vida parece valer menos que un discurso.

Precisamente en vísperas del 11 de Julio, el gobierno de Estados Unidos sancionó al mandatario cubano y a su familia, prohibiéndoles la entrada al país por violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Su respuesta fue previsible: más consignas sobre logros sociales imaginarios. Mientras tanto, los hospitales carecen de medicinas y las escuelas de recursos básicos.

La ironía es cruel: en el mismo día en que Díaz-Canel hablaba de «protección social», dos edificios colapsaron en La Habana —uno en 10 de Octubre y otro en La Habana Vieja. El colapso sepultó a cuatro personas, entre ellas una niña de siete años.

El régimen insiste en construir hoteles para un turismo que no llega —o que huye ante el pésimo servicio—. Sin embargo, las viviendas de los cubanos se desmoronan sin mantenimiento. La isla se cae a pedazos, literalmente. La prioridad sigue siendo la propaganda, no la gente.

Sobrevivir es un lujo

Morir en Cuba sale gratis; sobrevivir, en cambio, es un lujo que pocos pueden permitirse.

Mientras tanto, en Bruselas, el Parlamento Europeo debate la ruptura del acuerdo UE-Cuba. Consideran que el gobierno de la isla pisotea los valores que Europa dice defender. La comunidad internacional empieza a cerrar filas contra un sistema que, lejos de garantizar derechos, los niega con cinismo.

Cuba está gobernada por una camarilla incapaz, más interesada en repartirse privilegios que en resolver los dramas cotidianos de su pueblo.

Venden el país a pedazos, firman convenios vacíos y celebran éxitos ficticios mientras los cubanos se ahogan en la miseria. La muerte, al menos, sigue siendo gratuita. El resto, hay que pagarlo en una moneda que ya casi nadie tiene: la esperanza.

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